Por Jaime Septién
Puesto a mirar el coronavirus como una oportunidad social para crecer, he tratado de vislumbrar un escenario propicio para México. No, no soy politólogo, sino apenas aprendiz de periodista. Pero llevo muchos años quejándome de la profunda división que existe en mi país. División que viene de antaño. Más atrás de la conquista, por cierto.
Octavio Paz decía –con justa razón—que si no dialogaban y se encontraban los dos mundos de los que estamos hechos los mexicanos (el prehispánico y el, por así decirlo, colonial) estábamos condenados a vagar por un laberinto solitario, roto de tarde en tarde por el grito, el insulto y la pólvora.
Hoy, más que nunca, este no-diálogo que hemos sostenido desde la Independencia (resumido en el esquema de liberales vs. conservadores) irrumpe con una velocidad desoladora en la estrategia para enfrentar la pandemia. Sin embargo, la pandemia misma lo está venciendo. Muestra sus horribles entrañas.
Cada día que pasa comprobamos la estupidez que significa no afrontar un peligro de este tamaño echando culpas y eludiendo cargas. El famoso cuento del cangrejo mexicano, al que los demás jalan de las tenazas impidiéndole salir de la cubeta, resulta ser real. Pero aquí no hay cangrejos: mueren personas: del virus o de hambre.
No sé cuándo terminará esta crisis (si es que algún día termina). Lo que sí sé es que si no empezamos a condenar a quien divide y seguimos posponiendo el dialogo, la unión y la co-responsabilidad, el laberinto de Paz dejará de ser el de la soledad para convertirse en el de nuestro infierno.
Publicado en Desde la Fe