Por Jaime Septién
El seguimiento cristiano representa una forma de vida que muy pocos están dispuestos a aceptar: es exactamente lo contrario a la vida que nos prometen las corrientes agrupadas en torno a la llamada nueva era.
Lo que proponen estos movimientos es que amar es darse uno a sí mismo. Para, luego, poder darse a los demás. ¿Cómo se puede uno dar a los demás si la reserva de amor se agotó en darme lo mejor de mí a mí mismo? Darle migajas al otro no es amor. Es darle migajas.
Lo que queda vedado es el sacrificio, la oblación, el negarse a renunciar a lo que me satisface y me hace pasármela bien. El sufrimiento, si no tiene un sentido, es un absurdo. Pero si tiene un sentido es la mayor muestra de espiritualidad y de amor por el prójimo, especialmente, el prójimo más próximo.
No hay nada peor que el odio, sino el amor abstracto, decía Mauriac. La “new age” invita, en todos los aspectos, a concentrarnos en nosotros mismos y a “darle amor” a causas y personas lejanas, que ni nos interpelan ni nos pueden poner en entredicho.
La barra de ensaladas de la nueva era tiende a identificar la plena existencia con hacer-lo-que-me-dé-la-gana como sinónimo de libertad (no darle cuenta a nadie de mis actos; el que obedece es un esclavo) y el orgullo, el amor a sí mismo, la inflación del yo-mí-me-conmigo como la única acción valiosa sobre la Tierra (los humildes se pierden lo mejor de la vida, lo desperdician: dan lástima).
Tomar la cruz es, justamente, hacer aquello que no reluce y no da títulos, blasones, gloria y reconocimiento. Pero que nos prepara la escalera para subir a la vida perdurable. Quizá por eso el mundo moderno desprecia o persigue al cristianismo. Es “peligroso”. Provoca la santidad.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 28 de junio de 2020. No. 1303