Por Tomás de Híjar Ornelas
“Se dice que el tiempo es un gran maestro; lo malo es que va matando a sus discípulos.” Hector Berlioz
“Bórrese del recinto de la Cámara el nombre del primer contrarrevolucionario Agustín de Iturbide, ejecutado en Padilla en cumplimento de un decreto del Congreso General”.
Esa fue la discusión que ocupó el debate sostenido en el Congreso de la Unión el martes 4 de octubre de 1921, durante la cual el diputado Luis Espinosa le propino cuantas veces pudo calificativos de este jaez: traidor, usurpador, “el tipo más repugnante que registra la historia de nuestro país”, ambición inmoderada, antimexicanismo rabioso, torcido, feroz, cruel, repugnante…” y más lindezas, que consigna el Diario de los debates de la Cámara de Diputados del 21 de septiembre de 1921, que es como decir, seis días antes de que se cumplirán cien años del arribo del Ejército Trigarante, encabezado por Iturbide, a la Ciudad de México. Finalmente, en la sesión del 7 de octubre siguiente se aprobó el dictamen por el que fue removido dicho nombre de tal lugar.
Y si a la vuelta de un siglo, considerando la cuenta regresiva de un año que nos separa del bicentenario de la Independencia, que se cumplirá el 28 de septiembre del 2021, uno se pregunta cómo va esta causa, podemos considerar que no mucho mejor que hace cien.
¿Qué hizo Agustín de Iturbide, siendo una figura clave para entender la última fase del proceso emancipatorio en México y merecer adjetivos tan duros como los apenas citados?
El sitio web oficial de la LXIV Legislatura lo explica así: “[eso] se debió a que, tras el derrocamiento de la Corona Española, éste [Iturbide] se proclamó Primer Emperador Constitucional de México y ordenó la disolución del Primer Congreso Constituyente. Tiempo después, ante el triunfo de las fuerzas antiimperialistas, Agustín de Iturbide reinstaló dicho Congreso y éste decretó la nulidad del Imperio”.
Y en esencia, nos narra en qué condiciones sigue, ante la historia, pendiente el caso, quiérase que no, de uno de los fundadores del Estado Mexicano que tuvo ante sí la oportunidad de consumar la independencia de México hace poco menos de dos siglos, pero también el defecto de echarse a cuestas una tarea sin tomar en cuenta que sus malquerientes no eran los diputados del Congreso, sino los intereses de la Unión Americana y, sobre todo, la vuelta de página que la historia dio desde 1789: la caída del antiguo régimen, que adjudicaba al soberano facultades omnímodas sobre sus súbditos.
Agustín de Iturbide no merece los calificativos que en su tiempo le endilgó el diputado Espinosa. Tampoco la afrenta que fue borrar su nombre del Muro de Honor del Congreso de la Unión, ni la omisión o trato con pincitas que le sigue cicateando la historia patria.
Fue un hijo de su tiempo, hizo cuanto estuvo a su alcance para acomodarse a las circunstancias, no ultrajó, robó, dispuso de la autoridad a su antojo; no se le puede acusar de nepotismo ni de corrupción. Eso sí, no tuvo la visión y la cachaza para sortear una tarea por demás abrumadora y menos teniendo a la puerta un contendiente que tenía ya bien calculado lo que consumaría a la vuelta de pocos años, segregando del territorio de México más de la mitad para ensanchar el propio, ni para saber que el antiguo régimen ya había dado de sí.
Que sigamos atorados en capítulos viscerales del pasado y todavía con alientos de anacrónica beligerancia no deja de ser una manifestación poco madura. Ni hablar.
Y que los despojos humanos de Agustín de Iturbide yazgan en un lugar sagrado y no en la hoy embadurnada columna de la Independencia, en la Ciudad de México, no le deshonra ni le hace injusticia a su memoria, la reivindica desde la fe en la que murió.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de septiembre de 2020. No. 1316