Por Jaime Septién
Dicen que las comparaciones son odiosas. Pero las similitudes, no. Sin tener un estudio a la mano, por simple intuición, veo que el Papa Juan XXIII tiene una cantidad de rasgos comunes con el Papa Francisco, así como Pío XII los tiene con Juan Pablo II y Pablo VI con Benedicto XVI…
Empezando porque Roncalli y Bergoglio ya eran –para los cánones actuales—cardenales muy mayores. Ambos, en muy pocos años, han armado el lío. Los une un intenso, italianísimo humor. Vamos, que parecen ser ese personaje entrañable de Guareschi, don Camilo, capaz de darle oído y un buen número de palos a los adversarios de la Iglesia, con una sonrisa en la boca.
Sentido del humor, uno de los sentidos más olvidados entre los católicos. Dos anécdotas. Juan XXIII: “¿Saben? –dijo en un discurso improvisado en la plaza de la barriada popular de Tusculano– Roma es una ciudad difícil porque es una ciudad donde los méritos no se reconocen. O donde se le celebran a la gente méritos que no posee. De mí, por ejemplo, se dice que soy humilde porque no quiero desplazarme en la silla gestatoria. Cuando lo cierto es que no la rechace por humildad, sino porque instalado en ella tengo siempre la sensación de que voy a caerme…”. Francisco a un grupo de argentinos que lo querían saludar pero no pudieron ingresar a la audiencia. Los recibe en la reja que separa la Casa Santa Martha de la Plaza de San Pedro y les dice: “Nos vemos en el Purgatorio”.
Son pequeños chispazos de verdadera humildad. Reconocer, uno, que siente que va a desplomarse de lo alto de la silla porteada por servidores, el otro que siendo cabeza de la Iglesia, se reconoce pecador. Lecciones para nuestro espeluznante orgullo. Similitudes de almas grandes, tocadas por la enorme virtud (humana y cristiana) del buen humor.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de octubre de 2020. No.1320