Por Jaime Septién

Una de las frases más tranquilizantes sobre mi pertenencia a la Iglesia católica no tiene nada de profundidad teológica y sí mucho de sentido común: “No me importa que los escépticos digan que todo esto es un cuento chino, mientras no me expliquen cómo una construcción tan frágil permanece en pie tanto tiempo y cómo ha llegado a ser el hogar de tantos hombres”. Obviamente, es de Chesterton.

Viendo los “escándalos” del mes de octubre (tal parece que ese mes es el designado por el “Príncipe de la división” para echar a andar a sus pupilos: hace un año fue el tema del Sínodo de la Amazonía y la “Pachamama”), con las pataletas sobre Fratelli tutti; el documental trucado y las declaraciones sobre las uniones civiles de personas homosexuales del Papa Francisco, solamente puedo pensar que la fragilidad de la Iglesia es, como decía San Pablo, su fortaleza. Y que el mal no va a prevalecer jamás sobre ella.

Los detractores de dentro (los de afuera ya los conocemos) sostienen que el extraordinario Papa que nos ha regalado el Espíritu Santo es masón (por lo de la fraternidad) y que está cambiando la doctrina (por lo de las uniones civiles). Ni lo uno ni lo otro. Está combatiendo la buena batalla contra la división, el chismorreo, la maledicencia y el odio. Algo que deberíamos asumir los católicos de aquí y de más arriba del Río Bravo. Y después, que expliquen por qué la barca de Pedro no se ha hundido, como todas las instituciones que han nacido sobre la faz de la Tierra.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de noviembre de 2020. No. 1322

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