Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Toda comunidad humana necesita normas y leyes para consolidarse y cumplir su misión. En los estados modernos se suelen llamar “constituciones”; las del pueblo de Israel fueron elementales y se llamaron las “Diez palabras” o Decálogo. Surgió en el Sinaí-Horeb, como normas de comportamiento indispensable para llegar a la tierra prometida, la libertad. Se trata de conseguir la meta y evitar la tentación de volver a la esclavitud de Egipto. El Decálogo es la norma moral para disfrutar el don de la libertad.
Los ríos se suelen valorar por su desembocadura en el mar, pero nunca se puede olvidar su origen. Para disfrutar del estuario es indispensable no poner diques, sino preservar su curso hasta la desembocadura. Conocer la fuente y mantenerla viva es condición indispensable para tener frescura, salud y vida. Quien olvida la fuente de la libertad y de la dignidad humana, no disfrutará lo valioso de su caudal ni de su destino final. Así pasa con el Decálogo. Al olvidar el “clamor de los pobres” y la liberación de la “casa de la esclavitud” de parte de un Dios bueno y misericordioso, el pueblo no sólo está condenado a extraviarse por el desierto, sino a retornar a la esclavitud. No sólo hay que dar muchos pasos, sino hacerlo dentro del camino correcto. Es lo que nos pasa con el progreso sin moral, del que nos gloriamos y ahora padecemos.
Si quitamos a Dios del Decálogo cegamos al rio de su fuente y el resto de los mandamientos se convierten en riachuelos sin vida. El Dios que lo originó es un Dios cercano, que tiene ojos, oídos y brazos para liberar al oprimido: “Yo soy Yahvé, el que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud”. En el nuevo Testamento es el “Dios que tanto amó al mundo que le envió a su Hijo único”, a Jesucristo, para salvarlo. Los preceptos restantes son el camino para conquistar la plenitud de la libertad. El tono de los preceptos y de todo el conjunto no es altisonante ni de capataz faraónico; es propositivo y condicional: “Si quieres, observa…”. Y el pueblo respondió: “Todo lo que dijo Dios, lo cumpliremos”. Las formulaciones imperativas son señales preventivas según el común principio moral de hacer el bien y no el mal.
Quien ignora o elimina a Dios de los primeros tres mandamientos: su existencia, el respeto a su Nombre y el culto debido a su honor sin convertirlo en ídolo, desgaja el resto de los preceptos de su fuente y se desvía por riachuelos incapaces de dar vida y felicidad. A eso tienden las modernas constituciones de los estados liberales: No es lo mismo tener que rendir cuentas ante el tribunal de Dios que ante la “Historia”, que nadie sabe quién es, sólo es un paliativo para la irresponsabilidad. “El malvado dice: no hay Dios que me pida cuentas”, rezamos en el salmo; en cambio, el Decálogo propone un sistema de vida individual y socialmente responsable, que proclama la libertad, defiende la dignidad humana y conduce a la familiaridad con un Dios misericordioso y bueno. Jesús lo resumió en el amor a Dios y al prójimo. La proliferación de leyes y de vigilancia, es signo de decadencia moral. Jesús nos dio ejemplo: Amó al Padre del cielo como su Hijo querido, y de nosotros “no se avergonzó de llamarnos hermanos”. El Decálogo nos ofrece los puntos básicos para un discernimiento seguro y recto de la conciencia moral en todos los ámbitos de la vida. “Haz esto y vivirás” (Jesús).
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de enero de 2021. No. 1333