Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Muchas cosas, nos gusten o no nos gusten, nos ha enseñado la pandemia. No todo ha sido negativo y hay lecciones que teníamos olvidadas en la trastienda de la memoria, y que es bueno desempolvar. La batalla por la vida va para largo y hay que enfrentarla con mayor sabiduría. Se impone recobrar la sensatez. La lista de los olvidos es larga y los analistas de todos los saberes nos lo han estado recordando. La lección sobre nuestra fragilidad es esencial. Somos seres débiles, frágiles y abocados a la muerte.

La brevedad de la vida y la proximidad de la muerte son temas obligados en la literatura antigua (no digamos en la mexicana), siempre con amargura, aunque cubriéndola con disfraces: sepulcros pintados de blanco, mausoleos adornados con guirnaldas y las tumbas faraónicas destinadas a parar en manos de salteadores o en salas de museos.

La Biblia, el libro de la vida y para la vida, no podía olvidar a la muerte. El pueblo de Israel y los autores bíblicos, especialmente los “sabios” (los libros sapienciales) y los “orantes” (el Salterio), hacen de la muerte objeto de reflexión y de oración. De diálogo apasionado con Dios. Al hecho trágico del morir, se asocian temas como la culpa, la justicia divina, el castigo, el horror a la fosa y los pecados ocultos en el recinto sacro de la conciencia. Se creó así una amplísima e intrincada temática sobre la cual reflexionó el autor del libro de Job, el Eclesiastés, Ben Sira, el libro de la Sabiduría y los Profetas hasta llegar a encabezar las primeras páginas del Génesis. En la oración israelita se exhibe el alma angustiada de la humanidad que clama a su Dios pidiendo ayuda para desentrañar el misterio; grito que recogió Jesús en la cruz y que el Padre escuchó en favor de la humanidad que sufre y muere.

El hombre es el único ser que puede reflexionar sobre éste, “su” misterio. El pobre mortal es una sombra que pasa, una nube que se difumina, un tenue soplo, una flor de un día, una presa ingenua víctima de un ave rapaz; “la enfermedad, hija preferida de la muerte, corroe su piel, devora sus miembros. Lo arranca de la paz de su tienda para conducirlo al Rey de los terrores” (Job 18), y así le quita todo buen sabor a la vida y la suerte del abortado llega a preferirse a la del sobreviviente. Sobre este drama humano la Biblia reflexiona utilizando un lenguaje poético de altísimo valor literario. La tragedia y la poesía se conjugan en una trágica sinfonía que, si la escuchamos con atención y respeto, nos introduce en el misterio de la muerte, de nuestra finitud y del sentido último de nuestra vida. El enigma de la muerte nos conduce al misterio de Dios.

El salmo 90 comienza contraponiendo la eternidad de Dios: “desde siempre y por siempre tú eres Dios” a la fragilidad del hombre: “Tú devuelves el hombre al polvo, diciendo: ¡Regresen, hijos de Adán!”. “Mil años necesita el hombre” para igualar “un solo día” de la eternidad de Dios, porque el hombre es “como hierba segada: apenas brota y ya es cortada por la mañana, y por la tarde se marchita y se seca”. No le queda al ser humano otra cosa que recurrir a Dios para que le “enseñe la medida exacta de nuestros días y así adquiramos un corazón sensato”, y concluye: “Sácianos por la mañana de tu amor, y toda nuestra vida será alegría y júbilo”. ¿No es esto lo que andamos buscando para salir airosos de este tiempo de pandemia?

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de marzo de 2021 No. 1340

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