Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Los políticos, los sociólogos, los escritores, los periodistas, los juristas y psicólogos se interesan bajo diversas ópticas para hablar sobre el tema del matrimonio. Todo mundo habla de este tema y más de alguno se siente con la autoridad indiscutible de pontificar su opinión y darle categoría universal obligatoria: si es una trampa, si es mejor ser amigos sin compromisos, si vivir juntos y estar al margen de toda imposición sea cultural, patriarcal o religiosa. Si así debe ser de este modo o de otro, poco importa. Lo grave y dramático es la relativización y la trivilización de aquello que es divino y plenamente humano, humano y plenamente divino. Porque la vida se vive una sola vez y la persona humana es digna de todo respeto y de toda valoración en sí misma y en sus relaciones interpersonales.
Es prioritario siempre conocer el proyecto de Dios Creador, de Dios Redentor y de Dios Santificador, sobre la persona humana; por boca de san Juan recordamos: “Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dio en él” (1 Jn 4,15).Esta expresión es síntesis y cumbre de la vida como vocación al amor, según los diversos estados y etapas de la vida. En la vocación al amor en el estado matrimonial, es imperativo ir a su origen paradigmático en el Génesis (1, 26-28.31): Dios creó al hombre, hombre y mujer los creó, según su imagen y según su semejanza; Jesús Nuestro Señor lo ratifica en el Evangelio (Mc 10, 6-12): al principio Dios creó al hombre y a la mujer para ser una sola carne, es decir, un solo ser: una sola persona complementaria, en el cuerpo, en el espíritu y en el corazón; Dios los ha unido para superar la soledad y formar una familia fecunda, comunidad de amor. Lo sorprendente de este lenguaje es su sencillez simbólica: el lenguaje propio del misterio es el símbolo,-costilla del varón-una sola carne: la unión del hombre y la mujer es un misterio. Comporta una alianza fundamental del hombre y de la mujer en orden a su complementariedad, siendo distintos en los cuerpos y en la psicología, propios del varón y de la mujer.
Es necesario conocer y contemplar la verdad y el ethos del amor humano a la luz del misterio de la creación y redención , desde la enseñanza de la Palabra de Dios desde el Génesis hasta el mismo Apocalipsis (19, 7-9) que nos habla ‘de las Bodas del Cordero’; Jesús en su Evangelio, quien, para solucionar controversias va a la fuente, lo que Dios Padre, hizo al principio: ‘hombre mujer los creó…lo que Dios unió que no lo separe el hombre’. En la dualidad hombre -mujer los creó y les da el ordenamiento a la procreación: ‘crezcan y multipliquense’.
El hombre sale de su soledad originaria para entrar en el ser comunión interpersonal verdadera. La masculinidad y la fenminidad dos modos de ser persona humana que exigen la reciprocidad. Son acontecimiento en el donarse. Esto implica la visión del otro en la mirada de comunión. Se da desde el interior de sí mismo, a través del ser masculino-femenino, convirtiéndose en mutuo don. Este es el sentido esponsal de ser don, implica a la persona en su totalidad originaria de masculinidd- feminidad en orden, también al significado procreativo.
Este planteamiento lo profundiza la filosofía contemporánea de la persona en general y de la filosofía “Persona y Acto”, en particular, de Karol Wojtyla, nuestro san Juan Pablo II, también en su singular obra ‘Teología del Cuerpo, El Amor Humano en el Plan Divino’. Ambas obras, valoran a la persona en su dimensión trascendente, cuando la persona pone en acto su esencia, es el amor y el amor de alteridad, de apertura al tú para el nosotros esponsal; el cuerpo es la epifanía de la persona y de Dios mismo. Ni el hombre ni la mujer pueden realizarse y ser felices sino en comunión de personas,-‘communio personarum’ , es decir, en relación de persona-interpersona. Dios Padre en la entrega esponsal del Hijo, en virtud de la encarnación, en el mutuo don y mutua caricia, es decir en el Espíritu Santo, consagran el amor de los esposos, como misterio enraizado en el misterio de la Trinidad santísima, misterio de comunión y misterio de mutua donación. La persona es don, como Eva para Adán y Adán para Eva. El egoísmo, fracaso esencial y existencial de la persona, es la causa de la separación, de la soledad, de la insolaridad, de la autojustificación y la cuna de las pseudorazones.
Dios Redentor, Cristo, eleva a sacramento la realidad matrimonial y la sana, implicando la totalidad de la persona: su cuerpo, su espíritu, su sensibilidad, el Espíritu Santo. El amor-ágape,es donación total de sí: éste es el fondo y la esencia del amor esponsal. Dios Amor se manifiesta y se hace presente en la ternura y en la mutua caricia de los esposos.
La persona es capaz de autoposeerse, capaz de obrar por sí misma y de ser un fin en sí misma, más allá de los fines parciales de la vida.
Para santo Tomás de Aquino, el concepto de persona divina, es ‘relatio subsistens’, -relación subsistente, analizado primeramente por san Agustín; la persona humana subsistente racional e individual le podríamos aplicar este concepto divino de ‘relatio’,-relación, y por tanto de relación-referencia abierta a un tú, para constituirse en un nosotros. De aquí la importancia de entender el matrimonio y la familia según el pensamiento de san Juan Pablo II ‘communio personarum’,-comunión de personas. La realización de la persona en cuanto tal debe de ser a través del sincero don de sí. Su ser se actualiza en su actuar. Donarse a sí mismo es esencial a su ser personal. En la condición de la persona, como en las personas divinas, se da la posesión de la misma esencia divina común a las tres,-divinidad una y única, y la diversidad de las personas, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En la Eucaristía se tiene que dar esa trasformación fundamental entre las personas, del matrimonio y de la familia, para ser en verdad misterio de comunión en el ser, en la vida, en el amor. Como Cristo se hace Eucaristía en el súmmum de su entrega actualizada, así hemos de ser capaces de en Cristo, por Cristo y en Cristo realizar la condición de personas para vivir plenamente el misterio del amor divino como entrega total. En este mutuo don de sí se realiza el ser peculiar de la persona, su autorrealización; una realización no utilitaria, sino del existir humano y personal, natural y sobrenatural. La persona al autodonarse no se empobrece, sino se enriquece. La persona no solo se da o se autodona, sino es recibida en toda su realidad y sinceridad. Es la mutua donación y la mutua acogida.
En este don de sí de los esposos, que es propiamente la alianza de los esposos, alianza conyugal, es el auténtico amor esponsal. Alianza de esposos, que por la donación mutua de sí, implica un compromiso personal e irrevocable; alianza que implica la donación de sus cuerpos, de sus almas, de su afectividad en complementariedad. El ser mutuo don es la clave de la alianza matrimonial que implica vínculo e indisolubilidad y en su momento se enriquecerá en el eslabón de los hijos.
El amor perfecciona y realiza a las personas siendo diferentes. Pueden darse espejismos: la persona amada se puede diluir por una ilusíón que existió solo en la imaginación. Esa ilusión se puede fraccionar en mil pedazos. De aquí la importancia de pasar del ‘amor emotivo’ al ‘amor de generosa entrega’. Nadie es perfecto; todos tenemos zonas luminosas, vulnerables conscientes o de raíz inconsciente.
El cónyuge debe estar seguro de sí de modo que no considere al otro como rival. Vive con trasparencia, sin suspicacias. Protege y camina hacia la misma dirección, como lo recuerda Antoine de Saint- Exupéry en ‘el Principito’. Ayudarse a superar limitaciones con sumo respeto. El mutuo amor ha de crecer, de madurar y de llegar a su plenitud. Es una semilla que se cuida, se alimenta y se protege.
Es necesariamente vital conservar siempre la frescura del romance, todos los días y momentos. El egoísmo lo descuida. No enciende la llama del hogar, de la hoguera de la verdad, del amor, de la ternura, de la comprensión, de la paciencia. Romance es conservar la ternura de los perpetuamente enamorados.
Vivir la Alianza de Comunión de Esposos es vivir día a día y en todo momento la ley del amor inscrita en los corazónes de los esposos por el Espíritu Santo que se les ha dado. El afecto debe ser expresión sensible del amor de Dios. Las caricias y quehaceres de la vida han de estar imperados por la acción fortificadora y confortante del Espíritu Santo. Realizar en la vida de mutuo amor las indicaciones y consejos de san Pablo (1Cor 13,1 ss) quien puntualiza el estilo del amor: el amor es comprensivo, el amor es servicial, el amor no se irrita, cree sin límites y espera sin límites, porque Dios es Amor y el Amor es eterno, no pasará jamás.
Recordar que el amor mutuo se manifiesta en la mirada tierna y delicada, en los pequeños grandes detalles de la vida, como personas que se aman, como amigos insustituibles, como racimo de flores bellas y perfumadas. Vivir la simpatía mutua, contemplando el mundo y la vida juntos en un solo ser, con un solo corazón y en una misma pasión.
El compromiso por excelencia, para realizar la vocación al amor, ‘de hombre y mujer los creó’, es hacerse mutuamente felices.
Llegar a la cumbre del amor en el misterio del ‘ágape’,-del amor divino, de amarse en la autodanción sincera, total y constante de sus personas.
Valdría la pena leer y meditar ese documento posinodal del Papa Francisco ‘Amoris Laetitia, la Alegría sobre el Amor en la Familia’ del año 2016, verdaderamente extraordinario, desconocido por la mayoría y vituperado por los miopes, que no fueron capaces de ver el Amor en el horizonte de Dios Amor, desde la comprensión del padre-pastor, ante los matrimonios rotos, apoyados por una difusión amarillista y perversa, de quien se rasgó las vestiduras incapaz de dar acogida y verdadera ayuda en el Señor de la Misericordia, a los hermanos que han sufrido separaciones dolorosas.
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