Por Jaime Septién

La muerte, la muerte propia, nos plantea a los adultos el dilema del qué pasará mañana. Los creyentes esperamos –a menudo titubeantes– un mañana luminoso, mientras que los no creyentes ven con horror el envejecimiento y el trance final. En esto, como en tantas cosas de la vida, debemos actuar como Jesús nos indicó: hacernos como niños.

La reflexión me viene de un pasaje de mi vida cotidiana. Hace poco venía en el coche de mi hijo, Francisco, con su esposa Vanessa y su segunda hija, Carlota, de dos años ocho meses de edad. Nuestra nieta iba diciendo que quería ir en el coche de su abuelita a Misa, pero su madre le dijo que no podía ahora, porque el coche de la abuelita no tiene silla para niños pequeños. Su respuesta fue: “Entonces, mañana, cuando ero grande, voy a ir en el coche de mi abuelita”.

El “mañana” de los niños carece de la preocupación del “mañana de los adultos”. No tiene bordes ni fronteras. Es un deseo más que una realidad; un llamado a la alegría más que un sonido triste de soledad. Y en ese sentido, las preguntas por la muerte carecen de la intensidad que les damos los mayores. Una obsesión a la que algunos se aferran con uñas y dientes, como si pudieran agregar diez minutos más a los que Dios quiera asignarnos. Mi Carlota tenía razón: mañana será toda la vida y también la muerte.

TEMA DE LA SEMANA: LA MUERTE Y EL MÁS ALLÁ: PREGUNTAS CON RESPUESTA

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de noviembre de 2021 No. 1376

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