Por Tomás de Híjar Ornelas

El gran enemigo de la Iglesia es ella cuando mimetiza el poder terreno y busca ansiosamente llegar a un acuerdo pacífico que mate su propia esencia profética.

José María González-Ruiz

Uno de los capítulos de la historia reciente de la Iglesia en México que dará mucha tela de donde cortar a los analistas del futuro es el que ató su suerte en el Estado de México a las negociaciones impuestas a los obispos de las diócesis establecidas en él con los grupos fácticos del poder político del país desde su versión más férrea y centralista.

En efecto, los obispos de las generaciones que sucedieron a las de los testigos de la persecución religiosa en México que va de 1914 a 1940 les correspondió deambular una era de transición en la que clericales y anticlericales reconocieron a regañadientes que la fe del pueblo de México no descansaba en las instituciones encabezadas por ellos, sino en una linfa más honda e íntima y por eso mismo muy atípica y difícil de erradicar, la indocristiana.

Al calor de ello los mandarines de la ‘dictadura perfecta’ negociaran en 1992, directamente con la Santa Sede, la abolición de las ‘leyes de reforma’ de la Constitución mexicana, como haciéndonos a los católicos el grandísimo favor de aplicar de forma tan tardía el postulado de la libertad religiosa tal y como lo postuló en 1948 la declaración de los Derechos Humanos y del ciudadano, y hasta dando pie a que se promovieran perfiles de mitrados tan “pintorescos” como el de un obispo hoy emérito de Ecatepec.

De allí lo novedoso del ‘Pronunciamiento de los obispos católicos del Estado de México ante la propuesta de reforma del Código Civil para redefinir el matrimonio natural entre el varón y mujer en el Estado de México’, porque lo firman in solidum, el 11 de octubre de este 2021 los 14 obispos residenciales, auxiliares y eméritos de esa entidad (sin incluir al aludido), y en el marco de la polémica que destapó el día 5 de dicho mes y año el grupo parlamentario del Partido de la Revolución Democrática en mancuerna con el de Morena, solicitando al Congreso mexiquense la reforma de su Código Civil para reconocer y tutelar el “matrimonio igualitario”, a despecho del matrimonio natural.

Con argumentos más que sólidos, los obispos que lo asumen –entre ellos el Cardenal Felipe Arizmendi– exponen “la verdad originaria del matrimonio en la que nosotros creemos, con su estructura antropológica inmutable y sus fines en beneficio de la sociedad” y más allá de los “temas de agenda” de los grupos que se ostentan como católicos bajo este estandarte, nos ofrecen un modelo de réplica a los embates de un secularismo más y más agresivo, recordándonos el valor intrínseco de la vida humana para la familia, descrita como la “célula fundamental de la sociedad”.

“Entre el matrimonio natural varón/mujer y las uniones entre personas del mismo sexo” –recuerdan–, “no existen analogías ni siquiera remotas: ¡son realidades distintas que reclaman planteamientos legales distintos! […] El verdadero matrimonio natural se fundamenta en la esencial complementariedad y capacidad procreadora de los sexos masculino y femenino”, por lo que “no existe fundamento alguno para asimilarlo a las uniones de personas del mismo sexo, que además supondría una actividad sexual que está en contraste con la ley natural y es intrínsecamente desordenada ante Dios”.

Creemos que de seguir este ejemplo y modelo los demás obispos de las entidades federativas tienen la ocasión no sólo de pronunciarse y dar línea a sus feligreses, sino de acometer en serio lo que a poco menos de 30 años ya es un esquema legal y jurídico que permite a los fieles católicos conducirse en términos cívicos propositivos desde las trincheras, desde la trinchera de un laicado que los obispos de México abandonaron inexplicable y lastimosamente a su suerte cuando resultaba más favorable alentar su reconocimiento y liderazgo con tal de seguir negociando en lo oscurito con los grupos de poder.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 31 de octubre de 2021 No. 1373

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