Por Arturo Zárate Ruiz

Ya me sentía en el día de los Santos Inocentes peor que cucaracho aplastado. Tenía temperatura de incendio; cabeza, oídos y garganta en explosión; nariz más caudalosa que Iguazú; tos de sabueso torturado, y mejor aquí le paro la descripción.

Afortunadamente no ha sido el COVID sino una gripe, la que debería también de asustarme con eso de enero y febrero…

Fuese lo que fuese, se deberían tomar las precauciones. Dormiría sólo. No habría contacto físico ni cercanía con los de la casa. Me quedaría allí. Nada de celebrar yo la llegada del Año Nuevo con otros. Oiría Misa en la Red, menos porque a un enfermo grave no se le puede obligar ir al templo que porque la enfermedad grave no debo transmitirla donde se reúna la gente.

Por eso las cautelas muy prudentes durante la pandemia. Si no en antros y reuniones sociales —si no en oficinas públicas más concurridas hoy, para trámites, que un vagón de metro en la estación Pino Suárez—, las medidas preventivas todavía se aplican en algunas escuelas, y no se diga en los templos católicos. Éstos se cerraron en el pico de los contagios. Todavía hoy hay restricciones: tapabocas, menor aforo y el recibir la comunión en la mano, entre otras, todo lo que habla muy bien del cumplimiento de la ley sanitaria y la preocupación por la salud por parte de nuestras autoridades eclesiásticas.

La atención a los enfermos

La atención a los enfermos, especialmente a aquellos sin recursos, empezó a darse por iniciativa de la Iglesia en sus primeros siglos. Antes de ella, se les abandonaba por miedo al contagio. San Basilio de Cesárea destacó por fundar novedosos hospitales en 370. El emperador Juliano el Apóstata mismo se vio impedido en su intento de restaurar el culto a los dioses antiguos porque los cristianos eran muy populares por su generosidad con los pobres y los convalecientes.

Hoy la atención pública a los enfermos en México la controla y brinda el gobierno. Y si no lo hiciera, no dudo que la Iglesia se encargaría de ello, como lo ha hecho por centurias donde ha llegado.

Aun así, en el contexto actual de la pandemia, me pregunto sobre la posibilidad de que los infectados pudieran haber recibido una mejor atención de nuestra parte.

No pongo en duda la labor heroica de muchos trabajadores de la salud. En atender a los enfermos, muchos de ellos han ofrendado su vida, por ejemplo, dos de mis hermanos que también cayeron por el COVID.

No pongo tampoco en duda la entrega de nuestros obispos y sacerdotes. Aun con los templos clausurados, han ofrecido misas por los enfermos y los fallecidos. Han llevado el Santísimo hasta las puertas de los hospitales, que fue, por las exigencias sanitarias, hasta donde les permitieron llegar.

¿Pero hasta qué punto nos ha faltado a muchos de nosotros la Santa Osadía?

Como la de san Carlos Borromeo quien, siendo patriarca de Milán, no sólo atendió personalmente a muchos afectados por la Gran Peste, sino además fundó hospitales y puso a disposición de los enfermos los cuidados espirituales directos de todos los sacerdotes y religiosos bajo su mando (muchos de ellos también murieron). Como la de santa Rita de Casia, que atendió cara a cara a los apestados de su época y, haciéndolo, construyó la paz, pues logró poner fin a las enemistades entre las familias poderosas de su época. Como la de santa Catalina de Siena, quien dirigió personalmente el cuidado de los moribundos, a punto de interceder ante Dios para resucitar a varios médicos y trabajadores de la salud para que siguiesen con sus esfuerzos de curar a los apestados. Como san Damián de Molokai, quien entregó su vida por los leprosos y murió junto a ellos por haberse contagiado del mal.

Ciertamente la Santa Osadía no se la podemos pedir a nuestros sacerdotes ni a ningún laico. No es algo que provenga de ellos. Es un don de Dios. Por tanto, pidámosle a Dios, que sin poner a un lado la debida prudencia en las próximas pandemias, nos conceda además esa Santa Osadía de saber acercar a los enfermos no sólo los cuidados sanitarios, sino también los espirituales que tanto requieren.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de enero de 2022 No. 1385

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