Por Arturo Zárate Ruiz

No dudo que el amor propio sea deseable. El Señor mismo lo asocia con querer al hermano: “amarás al prójimo como a ti mismo”. Pero sería un problema si se le distorsiona y convierte en una necesidad de ser reconocidos como más importantes que los demás; problema que se daría tanto si no nos elogian como si sí lo hacen.

Somos ignorados

Para empezar, según los criterios mundanos, una grandísima mayoría somos ignorados. No somos ni “ricos” ni “famosos”. Muy posiblemente nunca lo seremos. Si el que nos reconozcan como tales fuese crucial para nuestra autoestima, caeríamos en el menosprecio y el desconsuelo. Exclamaríamos: “no somos nadie”. Peor aún: al ver a otros destacar, aunque fuese un poco, podríamos llenarnos de envidia, de amargura y de resentimiento contra ellos por inclinarnos a pensar que nos arrebataron a nosotros el éxito. “¡Ladrones!” Es más, en vez de esforzarnos para ser mejores en lo nuestro, justificaríamos y nos abocaríamos a la hoy tan traída “lucha de clases”. A perseguir “gachupines”, como Hidalgo; o judíos, como Hitler; o propietarios, como Stalin; o personas con mejor educación, como Pol Pot; ninguno con resultados realmente favorables para las “clases” dizque defendidas. ¿Qué ganan en favor de la mujer o del clima esas “feministas” ensuciando cuadros de Van Gogh y de Monet?

Ciertamente, muchos de nosotros no llegaríamos a los extremos de Robespierre, de guillotinar a los “nobles”. Pero es probable que sucumbamos a algo más simple: acomplejarnos a punto de aparentar, a como dé lugar, el éxito de los ricos y famosos. Ciudades enteras en el norte de México, donde sufrimos sequía y cortes en el abasto de agua potable, pretenden lucir como “campiña inglesa”, con sus bulevares cubiertos de un pasto más verde que la kriptonita, y que traga más agua al día que las ballenas (prohibidos los nopales). “Pueblitos mágicos” se anuncian como “aldea italiana”. Papás se endeudan de por vida para pagarle a su hijita la fiesta de los quince años, o compran ropa de invierno como en Canadá, aunque nunca baje la temperatura de los 18°C en su ciudad. Sin considerar que “de moda, la que acomoda”, sobran muchachas hermosas, pero llenitas, que quieren lucir como las anoréxicas de la tele, y sobran chavos-rucos que se visten como mocosos de prepa.

Esforzarse por ser los mejores

Y no es que ni aspiremos ni nos esforcemos por los niveles de salud de Dinamarca; de educación de Japón; de democracia de Inglaterra; de investigación científica de Estados Unidos; de seguridad pública y justicia de Suecia; de influencia en la cultura universal como Grecia, Italia, Francia y España. Los problemas surgen cuando en vez de esforzarnos por ser mejores, sólo lo aparentamos; cuando nos acomplejamos por no destacar ahora o por no poder hacerlo jamás en un área, digamos, la pesca del salmón silvestre; o, aún peor, cuando por querer ser como los más renombrados, copiamos sus vicios, por ejemplo, la práctica del aborto, la eutanasia y la eugenesia. No es un asunto menor para un cristiano poner a un lado la Navidad y en cambio celebrar las “felices fiestas” al estilo de la “corrección política”.

Ahora bien, hay también grandes peligros en ser después de todo reconocidos como los mejores. No es malo saber que nuestro país destaca, por ejemplo, por su sistema electoral, su cocina, sus mariachis (y mucha otra música), su diversidad territorial, en tradiciones y en paisajes. Exclamamos entonces “como México no hay dos”. Pero cuidado con evanecernos e idolatrarnos por ello, considerar que “otros” son “menos” por no equipararse o ser mejores que nosotros en eso, y llegar inclusive a despreciarlos. Es más, evitemos dormirnos en nuestros laureles y no perseverar en el bien, que lo bueno, si no se cuida, se pierde. Sobre todo, no olvidemos a Dios. Cantemos, más bien, como san Bernardo de Claraval: Non nobis Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de noviembre de 2022 No. 1426

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