Por P. Prisciliano Hernández Chávez CORC

La alegría es uno de los estados esenciales e imprescindibles del espíritu humano. Se experimenta en muchos momentos de la vida; sobre todo y ante en el amor.

En la visión cristiana es Dios quien pone en el corazón humano la capacidad de gozar; de orientarse hacia la alegría. La alegría de Dios y la alegría en Dios, es uno de los fines de la fe, no solo en su dimensión última, o escatológica, – la felicidad sin término, sino como la meta de esta vida. Dios como Amor y bien sobre todo bien.

Cristo mismo es la causa de nuestra alegría. Por eso la experiencia de san Pablo en el Espíritu, es la alegría: estar alegres en el Señor, más allá de las dificultades y preocupaciones de la vida (cf Fil 4,4-7).

Esto conlleva una tarea personal, pues se pueden poner de por medio otros bienes sustitutivos de Dios. Las alegrías legítimas, no tienen porque apartar el corazón de Dios. Se tiene que ver la relación con Dios y percibir como su origen al mismo Dios, dador de todo bien.

San Juan en su Primera Carta, afirma, -fruto de su experiencia inmediata de Cristo Jesús con su Corazón traspasado, que Dios es Amor (4, 8). Para conocer a Dios en Cristo, es necesario escúchalo a través de su Palabra; contemplarlo en sus hechos, particularmente, de su encarnación, su vida, su muerte y resurrección. Suscitar ese diálogo amoroso con él y con pausas silenciosas.

Así entenderemos que el amor es la vida y fuente de toda vida; que el Amor es la fuente de la vida. Así valoramos que el amor-vida, es un don como bien que se difunde por su propia naturaleza, – ‘bonum diffusivum sui’, como lo enseñaban los escolásticos.

El que ama, también invita a que otros realicen esta vocación suprema al amor; el amor de benevolencia y el amor en la comunión de las personas. Aquí surge la verdadera alegría, en Dios y con las personas.

El Papa Francisco, nos ha dado una Exhortación apostólica postsinodal, extraordinaria, poco conocida y atacada por los pseudodefensores de una ortodoxia mal entendida, cuyos corifeos son como quijotes que luchan contra molinos de viento, prestando un servicio lamentable; divorcian la doctrina luminosa de la praxis pastoral en situaciones concretas de algunas parejas en situaciones delicadas que necesitan acompañamiento y discernimiento.

En este documento ‘Amoris Laetitia,’ la Alegría del Amor, pone de manifiesto la importancia del matrimonio y de la familia, cuya alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia; aunque el matrimonio y la familia pase por diversas crisis, sin embargo, ‘el anuncio cristiano relativos a la familia es verdaderamente una buena noticia’ (A.L. 1 a). El Papa Francisco, invita a sostener el amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia; el alentar los signos de misericordia y de cercanía para llegar a la paz y el gozo (cf A.L. 5). A este propósito, valdría la pena leer despacio y con fruición todo el capítulo cuarto de esta Exhortación apostólica, intitulado ‘el Amor en el Matrimonio’, por parte de los esposos y en familia.

Jesús nuestro Señor dentro de la dinámica de sus ‘signos’ o milagros, empieza su vida, diríamos ministerial, con un milagro-signo, en las ‘Bodas de Caná de Galilea’. El agua convertida en vino es sumamente evocadora, signo-milagro, que entrelaza con otros temas (Jn 2, 1-11).

La boda es fiesta por excelencia; símbolo del amor; imagen de Dios en alianza esponsal con Israel en la perspectiva del A.T., en alianza esponsal de Cristo con la Iglesia  en el N.T. La salvación la deberán entender los discípulos, -que creyeron en él, dentro de la dinámica festiva de las Bodas del Cordero.

El agua convertida en vino abundante para la fiesta de los invitados a la boda, evoca la abundancia de la salvación en los tiempos mesiánicos; es el vino que alegra el corazón del hombre; es la sangre de Jesús que nos vivifica en la alegría del Espíritu Santo.

No es posible el vivir con una fe triste y petrificada. Hemos de permitir que Cristo se acerque a nuestra vida; hemos de acercarnos a él, para experimentar el cambio del agua de una vida anodina, en el vino de la alegría, en el vino de la caridad cercana; en el vino de la esperanza alegre y entusiasta; en el vino que elimina temores y sana los corazones agüitados. Hemos de darle la importancia a la Santísima Virgen María para que nos asista siempre con su intercesión maternal de la ‘Gebirá’, de la Madre Reina: ‘Hijo, no tienen vino’; ‘hagan lo que mi Hijo les diga’. Así aseguramos la presencia de Cristo y su intervención salvífica, desde la cooperación mariana.

Demos un paso más en nuestra reflexión.

La alianza fundamental del hombre y de la mujer en orden a su complementariedad, siendo distintos en los cuerpos y  en la psicología, propios del varón y de la mujer. Este planteamiento lo profundiza la filosofía contemporánea  de la persona en general y de la filosofía “Persona y Acto”, en particular, de Karol Wojtyla, nuestro san Juan Pablo II, también en su singular obra ‘Teología del Cuerpo’, más específicamente. Ambas obras, valoran a la persona en su dimensión trascendente, cuando la persona pone en acto su esencia, es el amor y el amor de alteridad, de apertura al tú para el nosotros esponsal; el cuerpo es la epifanía de la persona y de Dios mismo. Ni el hombre ni la mujer pueden realizarse y ser felices sino en comunión de personas,-‘communio personarum’ , es decir, en relación de persona-interpersona. Dios Padre en la entrega esponsal del Hijo, en virtud de la encarnación,  en el mutuo don y mutua caricia, es decir en el Espíritu Santo, consagran el amor de los esposos, como misterio enraizado en el misterio de la Trinidad santísima, misterio de comunión y misterio de mutua donación.

El egoísmo, fracaso esencial y existencial de la persona, es la causa de la separación, de la soledad, de la insolaridad, de la autojustificación y la cuna de las  pseudorazones.

Dios Redentor, Cristo, eleva a sacramento la realidad matrimonial y la sana, implicando la totalidad de la persona: su cuerpo, su espíritu, su sensibilidad, el Espíritu Santo. El amor-ágape,es donación total de sí: éste es el fondo y la esencia del amor esponsal. Dios Amor se manifiesta y se hace presente en la ternura y en la mutua caricia de los esposos.

La realización de la persona en cuanto tal debe de ser a través del sincero don de sí. Su ser se actualiza en su actuar. Donarse a sí mismo es esencial a su ser personal. En la condición de la persona, como en las personas divinas, se da la posesión del la misma esencia divina común a las tres,-divinidad una y única, y la diversidad de las personas, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En la Eucaristía se tiene que dar esa trasformación fundamental entre las personas, del matrimonio y de la familia, para ser en verdad misterio de comunión en el ser, en la vida, en el amor. Como Cristo se hace Eucaristía en el súmmum de su entrega actualizada, así hemos de ser capaces de en Cristo, por Cristo y en Cristo realizar la condición de personas  para vivir plenamente el misterio del amor divino como entrega total. En este mutuo don de sí se realiza el ser peculiar de la persona, su autorrealización. Es la mutua donación y la mutua acogida.

En este don de sí de los esposos, que es propiamente la alianza de los esposos, alianza conyugal, es el auténtico amor esponsal. Alianza de esposos, que por la donación mutua de sí, implica un compromiso personal e irrevocable; alianza que implica la donación de sus cuerpos, de sus almas, de su afectividad en complementariedad. El ser mutuo don es la clave de la alianza matrimonial que implica vínculo y en su momento se enriquecerá en el eslabón de los hijos.

El amor perfecciona y realiza a las personas siendo diferentes. Pueden darse espejismos: la persona amada se puede diluir por una ilusíón que existió solo en la imaginación. Esa ilusión se puede fraccionar en mil pedazos. De aquí la importancia de pasar del ‘amor emotivo’ al ‘amor de generosa entrega’. Nadie es perfecto; todos tenemos zonas luminosas, vulnerables conscientes o de raíz inconsciente.

El cónyuge debe estar seguro de sí de modo que no considere al otro como rival. Vive con trasparencia, sin suspicacias. Ayudarse a superar limitaciones con sumo respeto. El mutuo amor ha de crecer, de madurar y de llegar a su plenitud. Es una semilla que se  cuida, se alimenta y se protege.

Los novios al casarse por la Iglesia, convierten su amor en sacramento, por la acción de Cristo en el Espíritu Santo. Su amor, en este sentido sacramental, se convierte en manifestación del amor de Dios.

Bajo este planteamiento quedan descalificadas tanto la postura de Freud,-quien afirma ‘si amo a alguien, es preciso que éste lo merezca por algún título’, y la otra de Savater,-‘¿No es signo de salud que me ame ante todo a mí mismo’?

‘Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él’ (1 Jn 4,14). En la alegría del amor consiste la felicidad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia.

Imagen de Vânia Raposo en Pixabay

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