Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

No somos ajenos a las acciones malas y perversas en la historia de la humanidad; parece que el mal nos persigue como una maldición con todo su dramatismo. Los noticieros cotidianos y a toda hora, dan cuenta de ese ambiente del mal que nos invade.

Crímenes, violencia, vejaciones, mentiras, fraudes, deslealtades, traiciones, insolidaridades… etc.; el mal es polifacético y pluridimensional. Pisotea la dignidad de la persona humana; enseña la prepotencia de las injusticias, las infidelidades al amor y a la propia dignidad y grandeza de toda persona. Podríamos añadir los satanismos y las supersticiones; en una sociedad tecnificada y secularizada, pululan estas posturas, por ignorar y no tener el conocimiento y la experiencia del amor al Dios vivo, verdadero y misericordioso

Males terribles en nuestra sociedad, en las familias, en los pueblos y en las naciones. Asesinatos, impunidades, robos, vejaciones innombrables para los niños y para la mujer; pero la guerra, es el peor de los males; el Papa Francisco la llama ‘diabólica’. Ahí está la destrucción y los crímenes de seres humanos inocentes por la pretensión del autócrata de sentirse ‘dios’ aplaudido por sus corifeos.

El mal moral en el lenguaje religioso y teológico, se le llama pecado. Pecado porque ofende a Dios y provoca la ruptura de comunión con él; pecado porque es la renuncia a la inherente vocación de toda persona al amor en su máxima expresión como donación de sí; pecado que daña a los demás directa o indirectamente, se rompe la comunión de fraternidad entre las personas; pecado porque introduce un desorden en la propia vida, convirtiendo los bienes parciales, injustamente adquiridos o con apegos, en cosas que dañan la propia condición y la orientación esencial al encuentro con el tú divino.

Esa situación del pecado es  verdadero sometimiento y esclavitud; estar bajo el signo del pecado no es, por supuesto, una excelente condición de libertad, de felicidad, de independencia; es más bien ilusión, autoalienación, egoísmo. El pecado se castiga a sí mismo y perjudica a su hacedor.

El pecado aparecerá en toda su gravedad y seriedad hasta la escatología, es decir, hasta lo último que habrá de acontecer después de la muerte: juicio, infierno o purgatorio, en el mejor de los casos porque se aceptó a Jesús Salvador o se tuvo la conciencia de Dios justo y vida recta,  la gloria.

El juicio de Dios ya está dado: es su amor eternamente misericordioso; solo impedido por la propia necedad y cerrazón. Si la opción fundamental en la vida está al margen de Dios, contra Dios, contra los hermanos o contra sí mismo, conlleva la eterna frustración de la propia vocación al amor. Se prefirió el ’ego’; se quedará en condición de isla, en la permanente ruptura de la comunión con Dios y con los hermanos, los humanos.

En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, el Concilio Vaticano II, nos enseña: ‘Creado por Dios en justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no lo glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador’ (13 a).

San Pablo VI, habla sobre el pecado y nos dice enfático: ‘¡Palabra grande!, ¡drama grande! La Iglesia no deja jamás de hacer uso de esta terrible palabra, que afecta, como una herencia desgraciada, a la misma naturaleza human…’ En el Evangelio, -dice el Papa santo, que el pecado y la redención ‘forman una trama que no podemos olvidar jamás’ (17-mar. 71). La historia del pecado está inserta en la historia de la salvación.

Estas expresiones ante la imposición de la ceniza, nos deberían de acompañar toda la vida: ‘polvo eres y en polvo te convertirás’ y ‘conviértete y cree en el Evangelio’. Por una parte, hemos de reconocer ante nuestra propia conciencia que somos ‘polvo, ceniza y nada’, -en expresiones del Patriarca Abrahán, ante la presencia de Dios; pero también, por otra parte, hemos de vivir permanentemente la conversión progresiva al Evangelio, para pensar como Jesús y ser plenamente dóciles al Espíritu Santo.

Esta situación de mal y de pecado, requiere salvación; pasar a otra estado y situación. Pero esto por nosotros mismos, es imposible. Necesitamos un Redentor, que abarque la dimensiones divina y humana y que sea aceptado en su cercanía e inmediatez, reconocido en verdad como nuestro Salvador.

La Constitución Lumen Gentium, nº 8 c nos dice: ‘Pues mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb 2,17) no conoció pecado (cf 2Cor 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf Heb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación’.

Según el Evangelio de Lucas (4, 1-13), – también en Mateo y Marcos, Jesús fue tentado por el demonio.

Esta lectura la podemos hacer en la perspectiva del mismo Jesús, con sencillez y humildad en la línea de la Iglesia y lo más importante, en una lectura personal aplicada a nosotros mismos.

A Jesús el demonio lo tienta en relación a su misión mesiánica: mesías que sacie a los hambrientos, el mesías político y el mesías milagrero, espectacular, que ofrezca la religión de las seguridades.

Nada más que el Mesías Jesús, viene a cumplir el mandato del Padre y por eso su condición filial es de una obediencia amorosa y plena a toda prueba.

En relación a las tentaciones de Cristo Jesús, hemos de tener una cierta consideración teológica: la tentación subjetiva y la tentación objetiva; la subjetiva no puede ser porque en él no hay pecado ni tendencia al pecado, es totalmente santo, es Dios, posee la única e irrepetible sustancia de divina en común con el Padre y el Espíritu Santo; por eso se da la tentación objetiva, diríamos,  en el ámbito externo, por Satanás o creando una situación que provoque duda sobre el Padre de modo que se incline a la desobediencia.

Saciar el hambre de pan y de lo económico; no es suficiente. Porque el ser humano necesita más, tiene un vacío y un anhelo de infinito que solo Dios puede colmar; por eso la respuesta de Jesús ‘No solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que procede de la boca de Dios’.

La tentación del ‘poder y la gloria’, exige el adorar a Satanás y no arrodillarse ante Dios. Jesús es Rey y Señor de Cielos y Tierra. Y servir, – él es el Siervo Doliente, es Reinar.

La tentación del milagro espectacular vinculado a la seguridad de las manos angélicas. ‘No tentarás al Señor tu Dios’.

Jesús vino al mundo para salvarnos del pecado y ‘liberarnos de la fascinación ambigua de programar nuestra vida prescindiendo de Dios’ (Benedicto XVI, 21 feb 2010).

Como Iglesia y a nivel personal, hemos de estar alerta de las insidias del Demonio. No olvidar que el demonio existe; quizá se ha oscurecido la conciencia de su existencia y acción por la cultura de corte iluminista, positivista o secularizada. A veces se piensa que se trata de una simple personificación simbólica del mal.

Ha sido lanzado fuera y se empeña en hacerse presente de modo verdaderamente preocupante por el satanismo y la superstición. Hoy pululan los magos, las brujas, los chamanes, los horóscopos, la lectura de cartas, los amuletos, etc. Quién lo fuera a pensar, en una sociedad altamente culturizada y tecnificada, por prescindir del conocimiento, de la experiencia y del amor de Dios, se haya llegado a este nivel lamentable.

Al respecto, hay que tomar en cuenta la consideración del apóstol san Pablo: ‘Pues, desde la creación del mundo y mediante las cosas creadas se pueden percibir las cualidades invisibles de Dios, su poder infinito y su divinidad. Por eso no tienen excusa alguna, porque habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; al contrario, se envanecieron en sus razonamientos y terminaron por oscurecer su insensato corazón. Se jactaban de ser sabios y resultaron necios, pues cambiaron la gloria de Dios inmortal por imágenes de un hombre mortal, de aves, cuadrúpedos y reptiles… cambiaron la verdad de Dios por la mentira, adorando y danto culto a la creatura en vez de al Creador…’(Rom 1, 20-21.25).

Hemos de estar alerta con los mesianismos engañosos; no proceden de Dios. Jesús ha ‘descendido’ en la tentación porque bajó al nivel de nuestra condición pecadora; pero como dice san Agustín, ‘tomó nuestras tentaciones para regalarnos la victoria’ (Comentario al Salmo 60,3).

En este tiempo de Cuaresma, podemos recorrer el itinerario hacia la Pascua, momento central y cimero de nuestra fe: Cristo que murió y resucitó para salvarnos del mal y de nosotros propio pecado. Es tiempo de volver a Dios, con la oración, la escucha de la Palabra de Dios, las obras de caridad y la penitencia, pidiendo al Señor de corazón, la paz para nuestros hermanos de Ucrania.

Imagen de Ri Butov en Pixabay

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