Por Rodrigo Guerra López, Secretario de la Pontificia Comisión para América Latina
Algunos de los futurólogos más importantes de la última década del siglo XX anunciaban, con un lenguaje o con otro, el advenimiento de una sociedad post-ideológica. Con este término buscaban señalar que tras la caída de la Unión Soviética, las razones para dividir al mundo, a partir de cosmovisiones totales y excluyentes, disminuirían y se abriría el espacio de una era diversa: la economía de mercado y la democracia liberal permitirían la libre convivencia plural en un marco de respeto y sana competencia. Rápidamente la realidad rebasó el optimismo iluminista de estas teorías y nos mostró crudamente que las ideologías están lejos de desaparecer.
La cultura pretendidamente post-ideológica, post-racionalista y post-moderna, manifestó ser más bien un producto tardo-moderno, heredero de las contradicciones irresueltas de los racionalismos conservadores o liberales que habitaron y habitan el mundo hasta nuestros días. La muerte de los metarelatos y de las grandes explicaciones totalizantes se tornó en una narrativa con pretensiones hegemónicas que ha logrado mantener su poder de seducción gracias a su sutil, pero efectivo, afán omnicomprensivo. De este modo, varias de las ideologías decadentes y contradictorias de finales del siglo XX, se han reformulado asimilando el momento estético, epidérmico y “débil” de las últimas décadas, para volverse a presentar como marco legitimador de posiciones políticas que más pronto que tarde se enfrentan violentamente.
La actual invasión rusa en Ucrania, con sus diversos círculos concéntricos, no está exenta de este contexto. Un momento dramático en que esto ha quedado exhibido es el rechazo a la tregua que el Papa Francisco convocó en torno a la Semana Santa y las críticas que tanto la diplomacia ucraniana y diversos líderes rusos realizaron respecto de que dos amigas, una rusa y una ucraniana, acompañaran el madero de la cruz, durante el Viacrucis en el Coliseo el pasado viernes. ¿Por qué la ONU no secunda una invitación a realizar una tregua? ¿Por qué un gesto mínimo de encuentro en torno a la cruz no logra hacer entender a los gobiernos que sus respectivos pueblos no son partidarios de la guerra? ¿Quién habla en nombre de la paz en estos momentos de muerte y destrucción?
Dentro de la lógica propia de una espiral de violencia, la voz de quien llama a buscar la paz por medios pacíficos – diálogo, acuerdo, recuperación del multilateralismo, etc. – parece ingenua, cándida, fútil. Sin embargo, las grandes lecciones que nos ha dejado la historia del siglo XX, nos muestran que no existe otra vía. “La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal”, dice el Pontífice.
Las ideologías que amparan que el “diálogo ha terminado” y es hora de las armas, sacrifican al pueblo real en el altar de su autocercioramiento. Francisco ya lo había advertido: “Las ideologías terminan mal, no sirven, las ideologías tienen una relación incompleta o enferma o mala con el pueblo”. Que esta Pascua sea ocasión para que aparezcan más voces, que trascendiendo las ideologías, se arriesguen a intentar caminos de paz duradera.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de abril de 2022 No. 1398