Por P. Fernando Pascual

Las tentaciones entran en nuestra mente y nuestro corazón con una especie de promesa de victoria, de placer, de ganancia, de falsa paz interior.

Lo malo es cuando las dejamos entrar, de forma que algunos actos de gula, o de pereza, o de odio, o de lujuria, aparecen como atractivos, incluso “buenos”.

Por eso es tan importante ese consejo que ya ofrecieron los cristianos de los primeros siglos: resistir con firmeza al inicio de la tentación.

El motivo es sencillo: cuando una tentación llama a las puertas de nuestras almas, todavía es simplemente una idea, una sugerencia, una posibilidad.

Luego, si la dejamos entrar, crece y crece, hasta el punto de que empieza a envolvernos, incluso con la simple insinuación de que no pasa nada con hacer una prueba…

Sabemos luego que la tentación convertida en pecado nos desanima, o nos envuelve de forma obsesiva, incluso nos arrastra hacia otros males que pueden ser más dañinos.

En cambio, emitir un no firme, decidido, sereno pero claro, ante esa tentación todavía en sus inicios, permite superarla con facilidad, y entonces podemos dedicar nuestras energías interiores a lo que realmente importa.

En este día llegarán tentaciones de todo tipo: perder el tiempo en un juego electrónico, hacer un comentario jocoso contra un familiar o un compañero, tomar una comida que nos hace daño, ver imágenes que nos obsesionen.

Frente a cada nuevo asalto del mal, necesitamos resistir “firmes en la fe” (1 Pedro 5,9), con la seguridad que nos viene de la ayuda de Dios, y con la esperanza de que, tras la victoria, nos orientaremos a lo que hace realmente bella toda existencia humana: el amor.

 

Imagen de klimkin en Pixabay

Por favor, síguenos y comparte: