La actual confrontación entre la Iglesia Católica y el presidente de la República no puede sino ser dañina para ambos.
Es importante decir decir que la primera no ha buscado nunca llegar a tal tensión, más bien, siempre ha procurado buscar el entendimiento mutuo, la colaboración entre las partes, y el camino de la paz y de la reconciliación denunciando proféticamente la verdad y defendiendo humanamente la dignidad y la justicia.
Las recriminaciones del Presidente son no sólo desatinadas sino falsas y es un deber ético que estas paren y que lo hagan ya. Deberíamos estar buscando puentes y no derribando muros, eso es lo que construye y edifica.
Como Iglesia, hemos abierto vías de diálogo donde la voz de todos y todas sea escuchada, desde el ciudadano de a pie hasta los que habían ocupado Los Pinos y ahora ocupa el Palacio Nacional y todos sus cuerpos de gobierno. La Iglesia ha abierto las puertas a las voces más disímiles con el único propósito de buscar el bien común y para ello, ha recurrido a la búsqueda incansable de la verdad porque no puede haber paz sin verdad, pero tampoco sin justicia por lo que ha levantado la voz en numerosas ocasiones ante los atropellos a la dignidad humana y a la dignidad de todos los pueblos y se ha pronunciado no pocas veces a favor de los excluidos y marginados. No ha callado ni por miedo ni por complicidad, desde sus entrañas ha surgido el grito del desesperado y del hambriento, de la víctima y si, también del victimario pero no ha dejado de exigir reparaciones y de trabajar por la reconciliación.
A lo largo de la historia, la Iglesia Católica, desde los distintos carismas que la conforman, se ha valido de medios y de personas para insertarse en situaciones de conflicto y en escenarios riesgosos porque sabe y siente que es ahí donde urge construir la paz y precisamente por ello ha sido blanco de ataques y de reproches, y ha mostrado, incluso con su propia carne, que su mensaje es uno por el que vale la pena hasta morir. Si eso no es congruencia, si los sacerdotes Joaquín y Javier, como tantísimos otros religiosos y religiosas no son signo de esperanza en medio de un momento histórico y de un gobierno que busca la confrontación y prefiere salpicar de culpas al pasado, entonces ¿qué son?
Ojalá que en el gobierno dieran el testimonio que a diario dan nuestros hermanos y con el mismo fervor y sed de justicia y de paz.
Como Iglesia nos corresponde anunciar y denunciar, como gobierno corresponde escuchar, reflexionar y actuar. No estamos ni debemos estar peleados, por el contrario, es nuestro deber y el de la sociedad civil buscar abrir puertas para el mutuo entendimiento pero sin pensar que decir la verdad es ofender y menos atacar, porque cuando la verdad se toma como afrenta, no sólo manifiesta culpabilidad sino que destruye la posibilidad del encuentro y de la reconciliación.
El diálogo exige humildad para reconocer que nos hemos equivocado y que, muy posiblemente, nos seguiremos equivocando, pero permite entender que esa falibilidad empieza a ser menos cuando caminamos como comunidad. Ha habido dos papas en la historia de la Iglesia que se han atrevido a reconocer que se han equivocado: Pedro y Francisco. Ojalá que un día escuchemos de boca de este o de algún presidente: “Perdón, me equivoqué, comencemos de nuevo”; ese día ahí estaremos como hoy y como estuvimos ayer y como estaremos siempre para colaborar en la construcción de un mundo más humano.
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