Por Arturo Zárate Ruiz
Nos dice un documento de la Organización de las Naciones Unidas:
“Por ‘lenguaje inclusivo en cuanto al género’ se entiende la manera de expresarse oralmente y por escrito sin discriminar a un sexo, género social o identidad de género en particular y sin perpetuar estereotipos de género. Dado que el lenguaje es uno de los factores clave que determinan las actitudes culturales y sociales, emplear un lenguaje inclusivo en cuanto al género es una forma sumamente importante de promover la igualdad de género y combatir los prejuicios de género”.
En pocas palabras, la ONU aprueba que en lugar de decir “amigos”, o decir “amigos y amigas”, digamos “amigues” o “amigxs” para no discriminar a los que no se consideran a sí mismos como hombre o mujer, como si su mera preferencia fuera un hecho.
Supongamos que sí lo fuera. Aun así, no sería fácil cambiar el lenguaje por decreto. Cuando amanece, nadie dice “rotó la Tierra” sino “salió el Sol”, aun cuando no tengamos ya ninguna duda del heliocentrismo afirmado por Copérnico y Galileo. El lenguaje nos ayuda a expresar, en este caso, lo que nos parece ver y seguiremos diciendo “salió el Sol” aunque rote la Tierra. Y despreocupémonos, nadie gritará indignado por nuestra forma de expresarnos, ni los mismos astrónomos.
Pero sí nos acusan de discriminadores y excluyentes si no decimos “amigxs”, aun cuando de hecho no exista tal cosa.
Iglesia “machista”
En especial se acusa a la Iglesia de machista. Se dice incluso que la Iglesia discutió alguna vez (en sus primeros siglos) si las mujeres tenían alma (acusación tonta porque siempre se les ha bautizado). Lo que se discutió fue algo gramatical en pueblos que no hablaban bien el latín, discusión muy similar a la que ahora preocupa a quienes proponen “lenguaje inclusivo”. Preguntaron algunos fieles si una mujer podía ser designada con el sustantivo “homo”. Los obispos dejaron en claro que en el Génesis se lee: macho y hembra los creó, y los bendijo y les puso por nombre Adán el día que fueron creados. Adán en latín es “homo”. Por tanto, los obispos dejaron en claro que, como Dios había creado al homo (ser humano) como varón y mujer, era lógico que la mujer fuera designada también así.
Así hoy, si hablamos de “hombres”, de “todos”, de “amigos”, gramaticalmente incluimos a las mujeres, e inclusive a los que preferirían ni ser varón ni ser dama. Los varones no nos andamos enojando si nos dicen “persona”, gramaticalmente un sustantivo femenino que incluye a cualquiera (ahora pronombre, pero también femenino, ¡atiza!)
Espero que quienes se indignan con que se use la palabra “homo” para un varón y una mujer, no se indignen además por hablar para ambos de “derechos humanos” (“humano” se deriva de “homo”), es más, que se indignen porque la etimología de “homo” sea “humus”, es decir, “lodo”.
—¡Óyelo, óyelo! Nos está diciendo “cochinos”, “zoquetes”—, no faltará quien se enfurezca.
En lo que respecta a este debate, tal vez lo que más se critica a la Iglesia es que creamos en un Dios varón: Jesús. El caso es que sí lo es. Pero no pocas veces pienso que así ocurre no porque el Hijo considere superior la masculinidad, sino porque su tarea es salvar a las ovejas más perdidas, los varones; que Él vino a salvar, permítanme la expresión, no a las justas sino a los pecadores.
En fin, vale la pena notar cómo los proponentes del “lenguaje inclusivo” se niegan a ser “inclusivos”:
—O hablas como yo te pido o te callas.
Viéndolo bien, nosotros sí somos inclusivos porque no les tapamos la boca —cuando mucho nos preguntamos qué significa lo que dicen— a esos proponentes cuando gritan “chicos, chicas, chiques y chicxs”. Son ellos los excluyentes, los intolerantes: nos prohíben aun que pensemos simplemente “chicos”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de octubre de 2022 No. 1421