Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Benemérito de la cultura regional y nacional, El Colegio de Michoacán fundado en 1979 con sede en Zamora, ha publicado ahora un excelente y voluminoso libro de más de 500 páginas, titulado Lenguaje y tradición en México con estudios de unos cuarenta lingüistas y críticos.

Ahí aparecen dos interesantes ensayos, así sean tan breves, que aquí comento y explayo, “El sustrato religioso del habla y de la tradición mexicana” de Daniel Ulloa Herrera y “Religiosidad popular y habla mexicana” de Jean Meyer, el autor de la obra ya clásica La cristiada.

El lenguaje hablado con que el mexicano expresa su religiosidad, procede no tanto de una mera significación conceptual, cuanto de una experiencia, de una vivencia. No pertenece a la congelación de las ideas, sino a la combustión de la vida. Por nuestra doble raíz indígena y española, el mexicano es profundamente religioso, como señala Ulloa Herrera, “enseñado a lo sacro, abierto continuamente a las hierofanías (a las manifestaciones de lo sagrado) y a expresarlas en forma muy variada”.

Pero es claro que la herencia cristiana que dejaron aquí los evangelizadores es la que sube a los labios mexicanos para configurar su lenguaje religioso; el cual no es el “oficial” de la jerarquía ni el de los teólogos, sino el lenguaje hecho a imagen y semejanza del pueblo salpicado de expresiones regionales y familiares, confianzudo y pintoresco. Con la del mexicano no va el temor reverencial de lo sagrado.

El impacto de una civilización urbana, tecnicista y un tanto desacralizada, así como la uniformidad del lenguaje que imponen los medios de comunicación social, contribuye a que el mexicano medio de hoy en día no use el lenguaje religioso con aquella insistencia con que se usó en otros tiempos, cuando tenía el Jesús en la boca.

Las palabras, locuciones y refranes religiosos se refugian en el campesino, el obrero urbano, la mujer, el anciano, esto es, en aquellas categorías sociales de por sí más apegadas a lo tradicional.

Así se oyen todavía: Ánimas Santas (ante un deseo), Jesús te ayude (al filo del estornudo), Jesús mil veces (frente a un peligro), Ave María Purísima. La palabra Dios es la que con mayor abundancia pronuncian los labios mexicanos, en una fértil y pertinaz explosión de formas: Alabado sea Dios, Gracias a Dios, Ay Dios, Bendito sea Dios, buenos días le dé Dios, Dios se lo pague, Dios le dé más, por amor de Dios, Dios me perdone, pero (excusa de malhablados, boquiflojos, lenguasueltas, levantafalsos), Dios mediante, Dios me dé licencia, Dios mío, Dios quiera (o como mascullaba la vejezuela: Dios no lo quiera, pero ojalá), no lo permita Dios, ni lo mande Dios, Dios guarde a usted muchos años (fórmula con que antaño finalizaba la correspondencia eclesiástica y gubernamental), Dios te ayude, Dios me oiga, Dios te bendiga, en el nombre de Dios, esperamos en Dios, primero Dios, por Dios, sabe Dios, sea por Dios (y venga más), si Dios quiere, si Dios me ayuda, si Dios me da licencia, si Dios no dispone otra cosa, válgame Dios, verdad de Dios, ya estaría Dios (con un dejo de fatalismo), quédese con Dios (fórmula para despedirse), vaya con Dios.

Jean Meyer observa que aun los ateos mexicanos son teístas de vocabulario en fuerza de la tradición y de la costumbre, como cuando el increyente aquel amonestaba a su hijo: “Por el amor de Dios, niño, suelta los cerillos, ni lo permita Dios que te quemes”.

Publicado en El Sol de San Luis, 9 de junio de 1990; El Sol de México, 28 de junio de 1990.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de julio de 2023 No. 1460

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