Por Jaime Septién
En la vida de las familias, de las empresas, de las naciones, siempre hay momentos de inflexión; puntos de no-retorno. Hay que tomar una decisión. Hay que mirar hacia otro escenario. Por desgracia, casi siempre el “otro” escenario es un riesgo. Millones, en nuestro mundo, tienen que tomar sus cosas e irse a otro país. Con lo que traen puesto. El caso de la brutal invasión rusa de Putin o de la diáspora de Venezuela, con los chavistas.
El Papa Francisco lo ha dicho durante la pandemia: de una crisis o se sale mejor o peor. Pero no se sale igual. La que tenemos frente a nosotros en México es de proporciones mayúsculas. Inflación, recesión, miedo, división, encono, odio, mentiras, noventa asesinatos diarios, diez de ellos de mujeres, cinco de niños… En mi ya larga vida de periodista nunca me había enfrentado a tanta oscuridad, salvo en los días posteriores al 19 de septiembre de 1985. Entonces vivíamos en CDMX. Y el mundo en nuestro entorno se nos derrumbó.
¿Cómo salir mejores de esta situación? Echar la culpa al Gobierno no resuelve nada. Cambiar de perspectiva sí sirve. El verdadero reinado –sea desde la silla presidencial, sea desde la casa—es el del servicio a los demás. Si México es un país de raíz católica, ¿por qué vemos escenas como la más reciente en un centro comercial de Guadalajara? ¿Familias tiradas al piso? ¿200 casquillos percutidos en la calle? La respuesta es simple. Porque hemos perdido el valor de los valores: el servicio a la vida.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de octubre de 2022 No. 1422