P. Fernando Pascual
Un soldado avanza entre trincheras. Experimenta que es una pieza movida por decisiones lejanas, por odios seculares, por errores tácticos, por una especie de destino trágico e incontrolable.
Un oficinista pierde su trabajo. Recuerda cómo hace meses avisaban de la llegada de una crisis económica. Los hechos confirmaron las peores previsiones. Una especie de mano invisible lo arroja ahora a la calle, sin esperanza de encontrar un trabajo para mantener a su familia.
En ocasiones, nos sentimos aplastados por los hechos. Parecería, entonces, que una serie de procesos, decididos por gobernantes y banqueros, por empresarios y especuladores, escapan a nuestro control y nos llevan a situaciones dramáticas.
Incluso podemos llegar a pensar, como explicaron algunos poetas o filósofos del pasado, que el mundo sigue un desarrollo que arrastra, esclaviza, a los que se creen libres cuando, en realidad, serían simplemente como marionetas dirigidas por el destino.
La historia, sin embargo, no es un juego de fuerzas que escapan al control de los mismos protagonistas. Porque aquel presidente pudo haber empezado buenas conversaciones de paz que habrían evitado la guerra. Porque los ejecutivos de una empresa tenían ante sí buenas opciones para evitar el despido de sus empleados.
Aunque la historia se construye desde elecciones libres, quienes sufren las consecuencias de lo decidido por otros sienten impotencia, incluso rabia, porque todo habría sido diferente con otras opciones, y porque ahora tienen que pagar por errores ajenos.
No podemos controlar, por desgracia, las consecuencias dañinas de las decisiones tomadas por quienes son responsables de la suerte de miles de personas. En cambio, podemos movernos, en medio de guerras, crisis económicas y tensiones sociales, con “pequeñas” opciones orientadas al bien.
El soldado, en las trincheras, puede aliviar un poco el drama en el que vive con decisiones justas, con la defensa de la vida de inocentes, incluso con el heroísmo al negarse a obedecer órdenes claramente injustas.
El oficinista despedido puede abrirse a opciones laborales quizá difíciles, pero asequibles con esfuerzo y, sobre todo, con esperanza, para así ayudar a su familia y reorientarse en la vida de un modo original, casi como si se tratase de un nuevo inicio.
Lo importante, ante hechos que no podemos cambiar, es buscar en cada momento cómo escoger, entre las opciones que todavía quedan abiertas, aquellas que me permitan vivir para lo único que vale la pena, que consiste en amar a Dios y en amar a mi prójimo, con esperanza auténtica y con generosidad gozosa.
Imagen de Sam Williams en Pixabay