Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Ante la presencia subyugante de la naturaleza que lo envolvía y bajo el resplandor del cielo que lo deslumbraba, el hombre, para contar su historia, recurre al auxilio de los “dioses”, tanto a los celestes para su protección como a los terrenos para su sustento. Tarea fatigosa fue esta pues tuvo que enfrentarse a la muerte y al inframundo, que terminaron por engullirlo. Lo confiesa Juan Diego ante la presencia inesperada de la Señora del cielo, buscando justificar su ausencia, le dice con cierta presunción filosófica: “En realidad, para ello nacimos, los que venimos a esperar el trabajo de nuestra muerte”, alusión sin duda al espantoso Mictlán*, ahora tan festejado.

Esfuerzo descomunal se necesitó para conectar ambos mundos y hacer convivir en armonía la tierra con el cielo, el mundo con el inframundo y lograr así el hombre la supervivencia. Aunque, bien visto, eso de girar en torno al sol incandescente debería parecer muy poco apetecible. Así nacieron la astrología, la adivinación, la magia y sobre todo los mitos, verdaderos sistemas de pensamiento en busca de comprensión del enigma del hombre y su mundo. La religiosidad azteca llegó hasta el punto más alto y, a la vez, el más costoso del pensamiento humano que hace exclamar a su conocedor cualificado, fray Bernardino de Sahagún: “No creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana… no se enternezca y mueva a lágrimas y horror y espanto” al narrar el sacrificio de niños, acompañados por sus padres. Lo que a los conquistadores faltó de mesura, sobreabundó en los misioneros de compasión y de amor.

Santa María de Guadalupe dio cabal respuesta al fatalismo mágico de Juan Diego, no sólo asegurándole la salud recobrada de su tío Juan Bernardino, sino volcando en él todo su amor y ternura maternales: “Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón” y continúa aquí con la declaración de amor maternal, suplicando aceptación: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?”. Ante esta declaración de amor y no ante la espada, se derrumbó el mundo mitológico indígena –las “sollozantes mitologías” del poeta-, y el indígena quedó elevado a la misma dignidad del Hijo de María. Se inauguró así la fraternidad, el amor y la alegría del nuevo pueblo que nacía.

Al tocar con su planta nuestra tierra la “Piadosa Perfecta Virgen Santa María de Guadalupe”, reverdeció el erial, germinó la semilla misteriosa de la Fe en su Hijo y Ella asentó su Casa para asistencia, consuelo y salud de sus nuevos hijos. Así apareció aquí la Iglesia: “El Obispo, en presencia de Juan Bernardino y Juan Diego, trasladó la amada Imagen de su oratorio y la expuso a la veneración pública”. Con su Hijo en sus entrañas, María santísima entró en la cultura azteca sólo acompañada del canto de las aves, de las aclamaciones y súplicas del pueblo devoto y de la guía de sus pastores. La fe cristiana se hizo cultura en nuestra Patria, sin estruendos ni rompimientos, sin menosprecio de nada, purificando y elevando todo. Se hizo carne y sangre en la piel mestiza de estas tierras y quedó impresa no sólo en la tilma de Juan Diego, sino en el corazón y cultura del pueblo. Por eso, los misterios de la vida de Cristo –Nacimiento, Bautismo, Milagros, Pasión-Muerte-Resurrección y Glorificación- son ya parte integrante de la cultura popular y responden a los anhelos más profundos del corazón humano: la Vida en plenitud. Quien los toca, se equivoca.

*El lugar de los muertos en la mitología náhuatl

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de noviembre de 2022 No. 1428

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