Luego muchos descubren que son seres dependientes, frágiles y limitados.

Este título podría ser una máxima de conducta muy extendida hoy. Esta afirmación la podríamos oír en boca de muchos jóvenes y de no pocos mayores. Estamos ante el yo moderno que se ve a sí mismo como radicalmente autónomo. Un yo que ha roto, o le han apartado quizá desde la escuela, de la herencia del pasado. Un yo que cree que no le debe nada a nadie.

Este es el yo moderno que considera que su única guía es la libertad. Una libertad sin vínculos que, en esa misma medida, fragmenta la cohesión de nuestras sociedades convirtiéndonos en átomos desperdigados. Una fragmentación que es caldo de cultivo, por ejemplo, de la polarización a la que asistimos hoy. Y que también está detrás de mucha soledad y angustia. Quizá este es uno de los precios que hay que pagar en nuestras sociedades tan pluralistas y liberales cada vez más digitalizadas donde reina internet y donde Twitter es un ejemplo muy expresivo.

El resultado es que cada día este yo moderno revisa su identidad, pues lo contrario sería convertirse en un esclavo de las convenciones, las normas, los estereotipos impuestos desde fuera, desde el pasado. El mainstream digital, las series, el cine, la publicidad hacen referencia constante a esta realidad: “Sé tú mismo, que nadie decida por ti, elige tu vida”. Hoy son ellos, irónicamente, las corrientes dominantes, los que ponen las normas ahora mismo.

No hay un modelo anterior válido, ni un imperativo de ejemplaridad de referencia contrastada. “El modelo que voy a seguir está en mi interior. Nada de lo que he oído me vale. Yo sé lo que hay que saber”.

Ni Dios ni rey ni patria ni amo. Desde luego el yo moderno sigue, implícitamente, muchos clichés de anarquismo de salón. Y por ese camino se convierte en un yo endiosado y soberano.

Luego muchos descubren que son seres dependientes, frágiles, limitados y acuden desesperados a los mayores, o a los psicólogos, cuando no a los psiquiatras. O a la literatura de autoayuda. Otros se estrellarán una y otra vez porque no aceptan los límites que impone la realidad.

El alma romántica

Profundicemos consecuentemente en esta naciente alma romántica que anda en la búsqueda de esta plena autonomía que define al yo moderno. El poeta romántico (como el suizo Jean-Jacques Rousseau) en un siglo lleno de la exaltación del genio, considera que tiene derecho a seguir sin coto su inclinación natural más íntima.

El poeta romántico se guía casi únicamente por criterios estéticos, ni éticos, ni a partir de saberes contrastados. El poeta romántico -evaluado desde el presente- quizá podría llegar a ser considerado como un adolescente permanente y narciso, como un ser egocéntrico que rompe con todas las sabias virtudes defendidas en el mundo clásico y desde la fe cristiana. Aunque también el Romanticismo encontró en los tiempos medievales las raíces identitarias de cada nación que el cosmopolitismo ilustrado rechazaba.

Pero al final contradice muchas corrientes sapienciales, filosofías, doctrinas morales y proyectos de vida buena arraigados durante siglos a cambio de una vida dirigida por un deseo que se legitima a sí mismo por el mero hecho de ser libre y propio.

En este clima, los románticos inspiran al artista de los últimos dos siglos. Es un cambio sin precedentes para la cultura. El pintor, el poeta, los novelistas, los mismos filósofos, muchos políticos buscan ser libérrimos y transgresores.

En esta atmósfera culturalmente provocadora, la naturaleza humana puede ser redefinida de un modo romántico -y lo decimos con toda seriedad- según la última corazonada: “No soy quien realmente soy sino quien quiero ser”. El identitarismo de género es, creo, un sueño romántico que ignora la biología, la realidad. Ahí se expande una moral basada en los propios intereses, aun los más desnortados, que puede olvidarse sin pestañear de realidades éticas casi indiscutibles como el valor de la vida humana. Desde este yo moderno no cabe más que enamorarse de sí mismo una y otra vez, pero nunca cabe enamorarse de un tú, ni de un Dios trascendente. ¡Qué soledad!

Fuente: ReL

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 22 de enero de 2023 No. 1437

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