Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Cuando a un mexicano le resultan las cosas a pedir de boca, débese a su esfuerzo, a su clara inteligencia y al poder de su voluntad. Pero que no salga mal cualquier cosilla, porque entonces la culpa no es de él mismo, ni acaso de otra persona más o menos identificable; sino seguramente de unas fuerzas oscuras, misteriosas y desconocidas. El éxito procede de uno mismo; el fracaso, de la mala suerte.

Como no es nada fácil concretar la adversidad en seres tangibles y reconocibles, apelamos a la teoría mexicana —vaga y cómoda—de la mala suerte a la que recurrimos de continuo. Es una teoría tan aceptada, que ya la quisiera Darwin para sus monerías.

La mala suerte explica y justifica toda adversidad. ¿Un choque en la carretera? ¿Un tumor maligno de la abuela? ¿Paquito que reprobó todas las materias de sexto año, incluida gimnasia? ¿El hijo mayor que no fue aceptado a trabajar en el Banco Fortuna-Segura? Explicación única y satisfactoria: la mala suerte. ¿O cómo se explica usted tantos descalabros en una sola familia y en una misma semana?

En lógica contundente, todo esto sucedió por falta de previsión y preparación, por irresponsabilidad y por ley del menor esfuerzo. Pero cualquier día el mexicano va a conformarse con tal explicación.

Fieles a nuestras teorías exculpatorias, los mexicanos estamos convencidos de que la vida conlleva unos riesgos y peligros de rango superior, absolutamente imprevisibles y, por tanto, inevitables. La creencia en la teoría de la adversidad nos ahorra el esfuerzo de prever y calcular y termina acallando nuestra conciencia sobre cualquier sentimiento de culpa que pudiera asaltarnos.

Como aquí todo es cuestión de suerte, del ya-me-tocaba, de lo que tenía que pasar pasó, de ese-era-mi-destino y ya-estaría-de-Dios según un providencialismo facilón y torpe, la teoría de lo adverso justifica todos los desastres, nos quita la culpa y a lavarse todos las manos. Aquí nadie tiene la culpa de nada. Se aceptan las desgracias como algo sin propósito de culpa, como trágico fruto del azar, del destino, de la fortuna, de la suerte. Pero ¿alguien sabe qué es la suerte?

Las cosas son así y ni modo. He aquí el fatalismo en su más refinada expresión: Ni modo. Y es que los mexicanos somos fatalistas porque en el torrente sanguíneo traemos una gota del fatalismo griego, del fatalismo romano, del fatalismo árabe, del fatalismo español, del fatalismo azteca, de todas las razas con que se fue configurada nuestra raza. Ni modo.

El Sol de México, 19 de mayo de 1994; El Sol de San Luis, 21 de mayo de 1994.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de marzo de 2023 No. 1445

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