Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Cuéntase de una señora que llegó a la Casa de Antigüedades por ver qué maravilla encontraba para adornar su sala. Después de observar porcelanas, sillones, espejos, candelabros, preguntó a la dependiente: ¿Cuánto cuesta aquel San Martín de Porres de cuerpo entero que está al fondo del salón? Muchísimos millones, señora, es el dueño de la Casa.

A la hora de fijar nuestro propio peso, corremos el doble engaño de creer que valemos poco o que nuestro peso es redondamente millonario. No son pocos los que padecen la enfermedad de la propia desestima; viven dependientes de la aprobación de los demás, empobrecidos por una autocrítica feroz, el influjo depresivo del miedo y del fracaso, el desánimo y la desesperanza, mermados de energías y acometividad. Como no valgo nada, no sirvo para nada, prefiero no hacer nada. Complejo de ineptitud y de inferioridad.

Del lado opuesto, elévanse los lujosos pavorreales, los que se creen príncipes invictos, hombres sin pecado original, idólatras de sí mismos, doctorados de narcisismo, adoradores de su yo, divinas garzas, esculturas vivas tasadas en altísimos millones. Pasó a supermán.

Hoy los psicólogos insisten en que cada persona debe autoestimarse y ser amigo de sí mismo, como que todos poseemos una dignidad y un valor irrenunciable. Debe, por lo mismo, apreciar todo lo positivo que hay en ella: talentos, habilidades, cualidades físicas, intelectuales y morales, de suerte que aproveche al máximo todo lo bueno que posee y disfrute de sus logros sin jactancia ni fanfarronería. Debe, además, aceptar sus propias limitaciones, errores y fracasos como punto de partida para crecer y mejorar, no para estancarse en sus zonas oscuras. No le espantan sus defectos, se aplica a extirparlos. Es claro que prefiere triunfar, pero no se hunde cuando pierde.

Quien se autoestima rectamente, guarda una actitud comprensiva y afectuosa hacia su persona, como que el verdadero amor empieza por sí mismo, de suerte que se encuentra centrado dentro de su propia piel, sin desdeñar, desde luego, a los demás, pero sin envidiar tampoco bobamente a otra persona, a menos que le sirva como emulación.

Si vivimos dándonos cuenta de nuestro mundo interior, prestando atención a nuestras voces profundas, lograremos estimar lo que somos, anhelar lo que nos falta y suprimir lo que nos sobra.

La desestima conduce a la autocrítica rigorista, a la hipersensibilidad a la menor opinión desfavorable, a sentirse continuamente observado, atacado y herido. Quien se desestima se vuelve indeciso e inactivo, cultiva un perfeccionamiento exagerado, lleva la irritabilidad a flor de piel y la depresión le merma el gozo de vivir.

En cambio, quien se autoestima rectamente, aprovecha todas sus posibilidades, lucha y trabaja, se muestra seguro y optimista, la alegría le pone alas emprendedoras y la solidaridad lo atrae; porque así como la manzana madura con el sol, los hombres maduran en compañía y colaboración con los demás.

Quien se autoestima como debe ser, contesta en afirmativo estas preguntas: ¿Me aprecio, me respeto, me acepto como soy? ¿Reconozco mis cualidades y logros? ¿Asumo seriamente mis errores, limitaciones y fracasos? ¿Defiendo mis derechos sin violar los ajenos? ¿Me cuido la salud física y mental? El sano amor de sí mismo construye una sana personalidad.

Artículo publicado en El Sol de México, 19 de julio de 1990; El Sol de San Luis, 21 de julio de 1990.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de febrero de 2023 No. 1440

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