Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Escribimos aquí el otro día, sobre los gustos de los mexicanos. Pero el tapete es de dos vistas y las localidades de la plaza de toros son de sol y sombra. El mexicano tiene también sus disgustos, enfados, fastidios, incómodos, pesadumbres, morriñas, cosas que le desagradan, inquietan, desazonan y encorajinan.

No le gusta que le hablen golpeado con gritos prepotentes y ensoberbecidos. Don Juan de Palafox y Mendoza, en su delicioso libro sobre Las virtudes del indio, se admira de que los naturales de esta tierra “no vocean”, sino que hablan sin elevar jamás el volumen de la voz. El inolvidable poeta español León Felipe que vivió en México 29 años, dice en un poema titulado “Más bajo”, que Dios no lo oye ni le contesta porque grita mucho, “y a Dios, como a los mexicanos, no le gusta que le hablen golpeado. Modérate, León Felipe, y habla más bajo”.

No le gusta que lo miren feo, porque una mirada descompuesta o malintencionada equivale al reto y provocación, la inminente declaración de guerra. Cuéntase que mientras Salvador Díaz Mirón departía con sus amigos en el famoso y aromático Café de La Parroquia de Veracruz, un hombre se le quedó viendo con la mirada sostenida. El poeta se enfrentó iracundo al atrevido: ¿Qué me ves? Y el otro, temeroso: No veo al hombre, veo al genio. Díaz Mirón guardó la pistola y dio nuevo, profundo sorbo a la taza de café.

No le gusta decir, ni a su cónyuge, lo que gana en el trabajo, cuál es su jornal agrícola, el salario obrero, la soldada militar, los honorarios profesionales, a cuánto ascienden sus réditos y ahorros, cuáles son sus inversiones, cómo andan las altas y las bajas en su bolsa de valores y, en dado caso, su deuda externa. Es el secreto que el mexicano se lleva a la tumba. El dinero, como la tierra, es de quien lo trabaja. De nadie más.

No le gusta hacer cola, así esté posgraduado en el oficio según lo ejercita treinta veces al día para tomar el camión, pagar en el súper, comprar una estampilla, matricular al niño, consultar al dentista y aun esperar turno del sepulturero en caso de defunción. Así se pasa la vida, así se llega la muerte, haciendo cola tras cola. Y es que esperar es el verbo que más irrita al mexicano: ha esperado en vano durante siglos, justicia, verdad y libertad.

No le gusta que le cobren, hace largas, ofrece excusas, busca concertaciones y prórrogas, reza devotamente el “perdónanos nuestras deudas”, fiel al refrán practicado por centurias: “Debo, no niego; pago, no tengo”.

No le gusta que se lo vacilen, que lo “cotorrién” (con perdón de la Academia de la Lengua), que le tomen el pelo, lo hagan su puerquito, lo usen de carrillo o lo sorprendan de bajada, que va su dignidad en prenda. Cualquier apodo -y surgen tan bien hallados los apodos-, cualquier broma pesada lo humilla. Y lo encabrita. Cuidado.

No le gusta, y es lo que menos le gusta, que lo hagan menos, que no lo tomen en cuenta, que lo nulifiquen hasta desaparecer atomizado en esa operación justamente llamada el ninguneo. “Procedimiento muy sutil para vencer a sus enemigos: negar que existan”, escribe Octavio Paz en una página de sus Primeras letras (México,1988). “Esta negación se llama ningunear. La ciudad (y el país) está poblada de fantasmas, por tristes ninguneados, definitivamente convertidos en silencios, inexistentes. Ningunos”.

Artículo publicado en El Sol de México, 10 de agosto de 1989; El Sol de San Luis, 19 de agosto de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de abril de 2023 No. 1448

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