Por Jaime Septién
Para Valentina y Carlota Septién de la Cruz
Celebramos el Día del Niño. Como todas las festividades, a ésta la absorbió el comercio. El niño, como la madre, como el padre, son ganchos para el consumo. Esto habla no de lo que hemos ganado, sino de lo que hemos perdido como sociedad. La reverencia, el respeto, la alegría, el gozo de la familia se nos fue al pozo del comprar sin sentido, abastecer de regalos lo que podríamos conquistar por la cercanía.
Además, los niños son cada día más escasos. En países del “primer mundo” familias con dos o tres hijos son vistas como si fueran marcianas. Aquí mismo, en México, se “exhorta” a las mamás (cuando no se les acosa) a “cerrar el changarro” porque “ya no hacen falta niños pa’ poblar este país”. El invierno demográfico se cierne sobre el mundo: España y Singapur a la cabeza o, más bien, a la cola: un promedio de 1.2 niños por pareja (el promedio mundial es de 2.2).
¿Qué las circunstancias actuales —económicas, sobre todo— son distintas y que un niño agrega sufrimiento, sacrificio, austeridad a los padres? Con perdón, pero ¿cuándo fue diferente? Lo que se ha apagado es la responsabilidad. El placer por encima de todo. Y el individualismo rampante. Un mundo de seres solos, aburridos, es el que se anuncia en el horizonte del híper consumismo. El niño es la alegría de vivir, de imaginar. Un tesoro con alas: un modo de respirar el aire limpio de la bondad. Lo que nos salva.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de abril de 2023 No. 1451