Por Rebeca Reynaud

Los tiempos recientes han visto resurgir un acentuado interés por el tema de la vocación cristiana. Dios tiene, para cada uno, un proyecto único e irrepetible, pensado desde toda la eternidad. Dios nos invita a recorrer un camino concreto junto a Él.

El Señor sigue llamando hoy para que le sigan. No podemos esperar a ser perfectos para responder con un generoso “aquí estoy”, con un corazón abierto y un oído atento.

Jesús nos llama a todos a ser santos, a vivir una vida de amistad íntima con Él. ¿Pero, dónde? En el matrimonio o en el celibato, en el campo o en la ciudad, en el trabajo manual o en el intelectual… Jesús nos llama al Amor. Para Él, cada uno de nosotros es importante, cada uno es amado como no imagina ni de lejos, por eso nos compró el Cielo con su Sangre preciosa.

¿Y, cómo ser santo? A través del cumplimiento del pequeño deber de cada día, de hacer lo que tenemos entre manos con amor y por Jesús. Al plantearnos una entrega a Dios, no hay que ver de entrada a qué renuncio, sino qué gano, el ciento por uno y la vida eterna. ¿Y qué entrego? Mi voluntad para hacer la Voluntad de Dios. “¡No tengo fuerzas para ello!”, argumentará más de uno. Pues bien, Dios ya cuenta con ello. Hay que estar dispuestos a la renuncia, al sacrificio, y ese sacrificio es gustoso, si la renuncia es completa (cfr, Surco, 8).

San Josemaría escribió: Tu felicidad en la tierra se identifica con tu fidelidad a la fe, a la pureza y al camino que el Señor te ha marcado (Surco, 84).

Muchos santos canonizados sufrieron porque encontraron obstáculos en su camino: Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Jesús, Santa Rita de Casia, el santo cura de Ars, el Padre Pío y Santo Tomás de Aquino, entre otros muchos.

Tomás de Aquino nació en pleno siglo XIII, entre 1224 y 1225 en el castillo que su noble y rica familia poseía en Roccasecca, cerca de la abadía de Montecassino. De joven empezó a estudiar en la Universidad de Nápoles, donde vio su vocación dominica, a la que su familia se opuso, por eso se trasladó a la casa paterna. Fue entonces cuando sus hermanos idearon contratar a una joven mujer para que lo sedujera. Tomás estaba encerrado en su habitación, estudiando al calor de una chimenea. La mujer entró, Tomás advirtió sus intenciones, tomó un leño encendido y la persiguió por toda la habitación. Ella gritó tanto que la tuvieron que rescatar. Cuando encontró la oportunidad, Tomás escapó de su casa con destino al convento dominico. Más tarde fue a estudiar a la Universidad de París, allí conoció a San Alberto Magno, del que se hizo discípulo y al que siguió a Colonia, donde profundizó en el pensamiento de Aristóteles. Supo discernir lo bueno que podía tomar de lo que era dudoso de ese autor. Así, señaló que entre la fe y la razón subsiste una armonía natural. Esta fue la gran obra de Santo Tomás.

En París empezó su enorme producción literaria, que ha beneficiado a la teología hasta nuestros días. Tenía tal cantidad de ideas que, a veces, era capaz de dictarle a cinco escribanos a la vez. Su principal colaborador fue Reginaldo. De 1261 a 1265 estuvo en Orvieto, luego se fue cuatro años más a Roma, donde se dedicó a terminar la Suma Teológica.

Un día, haciendo oración, le preguntó a Jesús crucificado si lo que había escrito era correcto. Jesús le contestó: “Has escrito bien de mí, Tomás. ¿Qué quieres de recompensa?”. Tomás respondió: “Sé Tú mi recompensa”.

De algún modo, todos caminamos con Aquél que ha bendecido nuestra realidad temporal y nos ha hecho paladear el Cielo a través de los sacramentos. No podemos temer al futuro, lo ponemos en Manos de Dios. En un futuro próximo -advertía Joseph Ratzinger en 1969-, habrá una Iglesia pequeña, con menos relevancia, pero con más atracción, ya que siempre hay una minoría creativa que acaba por regenerar a la sociedad, como el grano de mostaza que parece irrelevante, pero no lo es. Hemos de tener la convicción de que este tiempo que vivimos, necesita a la Iglesia para salir purificada. Estamos germinando para poder dar frutos. Ahora estamos en un desierto -imagen del mundo-, nuestra sociedad post cristiana es un desierto; entonces, hemos de aprender a caminar en el desierto. Hemos de lograr que aparezcan oasis a base de formar comunidades cristianas. Hay que emerger para ganarle terreno al desierto. Donde hay un cristiano hay una luz.

Los bautizados estamos llamados a la santidad, sabiendo que la santidad es de Dios. Cuando los acontecimientos los vivimos como una visita Suya, hay una respuesta ante un don. Hemos de poner empeño por orar y por comprender que cada persona es un abismo de Amor. La vocación de todo bautizado es la unión con Dios; podemos seguirla o no.

 

Imagen de 1273611 en Pixabay


 

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