Por Rebeca Reynaud

Dice Leo Trese, el autor de La fe explicada: Muchas veces he pensado que la salvación de una persona depende de esos diez segundos que siguen al toque del despertador. Es tan fácil decirse a sí mismo: “Sólo cinco minutos más”. Y los cinco se convierten luego en quince o más minutos. Como consecuencia se hace inevitable andar a la carrera y perder la presencia de Dios. Sólo la oración puede dar ritmo y sentido al nuevo día.

Comenzamos el día con el ofrecimiento de obras. Cada uno puede hacer su fórmula, o usar una ya hecha: ¡Oh Jesús mío!, por medio del Corazón Inmaculado de María te ofrezco las oraciones, obras, gozos y sufrimientos de este día, por todas las intenciones de tu Sagrado Corazón, por la salvación de las almas, en reparación por el pecado, en unión con el Santo Sacrificio en todo el mundo, por la conversión de los pecadores, y en especial por… (poner intención). 

Otra oración de la mañana que dice así: “Señor, al comenzar el día sitúo mi voluntad en la tuya, de tal forma que yo viva todas mis acciones de este día en tu Divina Voluntad. Que su Sol se levante en mí y que mis actos sean uno en los tuyos. Que esta decisión no sea oscurecida por mi propia voluntad, mi estima personal, mi descuido o negligencia. ¡Gloría a ti, Señor! Amen. Fiat!”. 

Hay una consoladora verdad en la religión católica: la comunión de los santos: el glorioso ejército de los santos intercede por nosotros desde el Cielo, y nosotros podemos interceder por la Iglesia militante y la purgante. Podemos rezar por todos los bautizados de toda raza, nación, pueblo y lengua, por los incrédulos, por los amigos y familiares.

La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, y el poner una intención cada día, en el Ofrecimiento de obras, nos ayuda a sabernos responsables de esas personas por quienes rezamos. Cuanto más imitamos a Jesús, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina, “descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo”, y esto nos hace felices (Benedicto XVI, 01-11-2006).

Cada uno, a su modo, puede ofrécele a Dios su corazón, su libertad, sus obras, penas y alegrías. Comenzar un nuevo día es recomenzar con una ilusión nueva la lucha por agradar a Dios. Decir: “Señor: No quiero hacer mas que las cosas que Tú quieras; has que me acomode a su plan”.

El ex Portavoz de la Santa Sede, Joaquín Navarro-Vals, dijo: «cuando comencé este trabajo me impuse vivir al día y hoy estoy aún más convencido de que el mejor modo de preparar el futuro es precisamente vivir el presente«.

La vida ordinaria puede parecer rutinaria cuando baja la fe, la visión sobrenatural. Quizás hace años aprendimos esa oración de consagración a la Virgen, que podemos rezar habitualmente: “¡Oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a vos. Y en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón, en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh Madre de bondad, guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra. Amén.”

Pero no basta ese ofrecimiento general por la mañana; hemos de renovarlo a lo largo del día: “Señor, esto lo hago por Ti”… Así convertimos todo nuestro día en oración.

Si estoy en gracia, todo lo que ocurre en mi vida es voluntad divina. San Juan Pablo II, en Lourdes, en agosto del 2004, comenta: Tras el Magnificat de la Virgen viene el silencio; no se dice nada de los tres meses de presencia de María junto a su prima Isabel. O quizá se nos dice lo más importante: el bien no hace ruido, la fuerza del amor se expresa en la tranquila discreción del servicio cotidiano. Con sus palabras y con su silencio, la Virgen María se nos presenta como un modelo en nuestro camino…

 
Imagen de Jan Alexander en Pixabay


 

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