Por P. Fernando Pascual
Hay hechos que provocan un terremoto interior, una pena profunda, un daño que resulta casi imposible de curar.
La muerte de un hijo o de un ser querido, el inicio de una guerra, el tornado que destruye en segundos todo un barrio, la enfermedad que avanza inexorablemente.
El corazón experimenta una pena desgarradora. Si soy yo quien sufre, porque no resulta fácil explicar por qué me ha “tocado” esta desgracia. Si son otros, especialmente seres queridos, porque no soportamos su dolor.
Surge entonces el escándalo del mal, tal vez la rabia, o la resignación amarga ante lo que no podemos cambiar.
En ocasiones, buscamos responsables para lanzar acusaciones que pudieran ser algo más que un desahogo: queremos justicia, queremos reparaciones.
La mirada también se dirige hacia Dios. En el pasado y el presente surgen las preguntas: ¿por qué Dios no interviene? ¿Por qué no impide ciertos males? ¿Por qué no cura a enfermos y devuelve la justicia a las víctimas de los criminales?
Ese tipo de preguntas han llevado a algunos al ateísmo, como si el dolor pudiera llegar a ser más comprensible si se “eliminase” del horizonte la existencia de un Dios que resulta incompatible con el mal.
El ateísmo, sin embargo, no soluciona nada. Al contrario, hace más radicales y difíciles las situaciones de sufrimiento, sobre todo de los niños y los inocentes.
Porque negar que Dios exista implica aceptar que nunca habrá justicia ni consuelo pleno para millones de seres humanos que han sufrido y sufren en sus cuerpos y en sus corazones.
Pero admitir a Dios tampoco es sencillo, pues resulta sumamente difícil comprender cómo un Dios bueno no detiene la mano del verdugo, no sana al niño que sufre durante meses, no garantiza la posibilidad de un verdadero perdón.
El mal, en la historia humana, es uno de los escándalos más difíciles de comprender. Quizá solo nos queda descubrir que el mismo Dios hecho Hombre, Jesús de Nazaret, aceptó sobre sí el mal hasta destruirlo con su confianza completa en el Padre. La victoria brilla entonces en la mañana de Pascua…
Imagen de Arifur Rahman Tushar en Pixabay