Por Arturo Zárate Ruiz

No pocos pensadores consideran las emociones como ajenas a la razón y como instrumento de manipulación.  Aun el ilustre y piadoso matemático Blas Pascal señalaba que «los hombres se gobiernan más por el capricho [o emociones] que por la razón».  Algunos filósofos de la tradición empírica advierten que ocurre así porque pasiones “innobles”, “corporales”, afectan al oyente, pasiones de las que se valen los déspotas para manipular y esclavizar a los hombres.  Algunos psicólogos modernos identifican, entre otros medios específicos, el atizar el miedo, el fomentar el sentimiento de culpa y los despliegues de afecto como formas de manipulación.

Pero las emociones no son necesariamente malas ni opuestas a la razón.

Santo Tomás de Aquino describe las emociones como parte de la naturaleza humana. Impulsan a la voluntad a que actúe según le dicta la razón.  Las explica y las resume en dos básicas: el amor por el bien y la aversión por el mal.  Tan humanas son que Jesús ha querido dejar en claro que nos ama —por si desapercibimos su Cruz— a través de la devoción a su Sagrado Corazón, que arde por la salvación de nuestras almas.

El miedo no es lo más recomendable para tomar decisiones porque suele paralizar a quienes lo sufren—dice Aristóteles—, pero es también un instinto que puso Dios en nuestra naturaleza para evitar animales ponzoñosos como las víboras y las arañas.  Sin ese impulso, no los advertiríamos y nos podrían matar.  Sin sentimiento de nuestras culpas corremos el peligro de jamás arrepentirnos, tan así que el diablo las adormece para atraparnos.  Malo sería que los esposos no se expresaran el uno al otro su amor; es más, que no manifestemos nuestro amor al prójimo con nuestras obras de misericordia.  Bien notó el papa Benedicto XVI, en Deus Caritas Est, que la Iglesia no es mera organización que atienda impersonalmente los problemas de las personas.  Siempre lo debe hacer con verdadera caridad, con un amor personal, como la Madre Teresa.

Aun así, las emociones no siempre son buenas.  Hay algunas siempre malas, como el racismo y el resentimiento porque implican el odio hacia algún prójimo.  Por ello es inadmisible el odio al pecador, no así el odio al pecado, que nos debe repugnar siempre.  Es excelente que tu esposa te exprese, y tú le expreses, amor; no así si ese amor, tan físico, es entre adúlteros.    Es bueno que te interese obtener el pago justo por tu trabajo, pero no a punto de amar ese pago, ese dinero, más que a Dios.  A Dios, además de amarlo sobre todas las cosas, le debes agradecer tus talentos y tus oportunidades de ganar una paga justa. En breve, las emociones son buenas si se ordenan bien, no si son pasiones desordenadas.

Estas últimas abundan cuando un católico se deja seducir por las sectas, por ejemplo, no pocos renegados del catolicismo se unen a una secta porque, dicen, allí sí les ponen atención, allí sí los aman y tratan de manera personal.  Y algunos agregan que los católicos que han conocido son gente muy mala.  Supongamos que la descripción de su experiencia sea real.  De hecho, se dan entre nosotros los engreídos que no saludan ni a su madre. Es más, al menos al inicio de la Misa, no nos queda sino aceptar que somos pecadores: «Yo pecador…» (Nosotros sí lo reconocemos).  Aceptemos, en cualquier caso, nuestras culpas y pidámosle a ese renegado perdón, y sobre todo a Dios por dar mal testimonio de Él.

Supongamos además que los de la secta son sin ninguna duda amabilísimos.  Aun así, Cristo dice de los fariseos (podría ser de nosotros, los malos católicos) algo que los renegados deben considerar con cuidado: «Hagan y cumplan todo lo que ellos dicen, pero no los imiten, porque ellos enseñan y no practican».  Por más malos que seamos, nosotros los católicos confesamos la fe verdadera, y por verdadera los renegados deben abrazarla.

Aristóteles afirmó: «Soy amigo de Platón, pero más de la verdad». Está bien que nos conmuevan las muestras de amor de los que sí se nos acercan, pero más debemos amar la verdadera fe, la que resguarda la Iglesia.  No nos dejemos llevar, pues, por pasiones desordenadas.  Lo son las de las sectas cuando nos seducen con muchas sonrisas.

 
Imagen de DanaTentis en Pixabay


 

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