Por Carlos Díaz Hernández

a) ¿Qué pasa con el carpintero José, padre de Jesús, y con la maternidad de María, que en estos días se celebran? Seguramente tuvieron sus más y sus menos en las circunstancias en que vivieron, nada fáciles y contracorriente. No sé por qué los evangelistas se callaron tanto al respecto, pero tampoco me importa gran cosa, casi me parece cotilleo teológico. ¡Y fíjate si además no fueron una familia burguesa como es debido! Me encanta la teología de Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina: “yo creo en ti, Cristo obrero, unigénito de Dios, que para salvar el mundo en María se encarnó, creo en vos arquitecto e ingeniero, artesano carpintero, albañil…”.

b) Según mi menguado gusto estético, bodrio melifluo que para católicos constipados se nos relata con los reyes magos y todo eso de la mula, el buey y el oro, el incienso y la mirra, como si los reyes fuesen contrabandistas, es “demasiado Belén”, y me encoge el corazón. Además, ¿qué haría Jesús con el oro, por favor? Seguramente le pareciese un regalo de mal gusto, y lo del incienso ya ni te cuento. Lo de la mirra no está tan mal… Pero todo eso son relatos paidocéntricos para creyentes adolescéntricos; como literatura para católicos de ancho cuello y escasa cabeza pueden tener más sentido que para mí, que tan poco me gustan los antropocentrismos en general como el de Feuerbach. Menudo Bobo de Coria sustituyendo el amor divino por el amor humano, pretendido ser arroyo de fuego sin dar la talla de arroyo de canalejas, patria de todos y matria mía porque todos somos del arroyo y de sus escasas afluencias. Poco me gustó dar aquella conferencia de Navidad a los franciscanos de Guadalajara, pero mucho dar en varios lugares el pregón de Navidad, que es el Emmanuel vivo con nosotros medio muerto apenas nacido, y no la sección de regalos de El Corte Inglés.

Como puede verse, no tengo demasiado interés por los evangelios de la infancia del Niño, aunque me resultaría de mucho provecho –y lo digo respetuosamente, claro está- entender la psicología evolutiva de un infante con dos naturalezas, divina y humana, en una misma y única persona. Qué magníficas interpretaciones, en todo caso, para Freud o para Piaget. No sé si en algún momento el adolescente Dios estaría él mismo hecho un lío respecto de su propia condición. Imagino que el adolescente Jesús se tomaría a sí mismo su crecimiento con cierto humor, me hubiera encantado ver qué cara ponía al mirarse al espejo como pimpollo que era ante sus granos de adolescente, eso suponiendo que tuvieran espejo en casa. Si el divino adolescente no hubiera ensayado su propia autocomprensión por vía de humor y de eutrapelia, tampoco sé cómo hubiera podido crecer en el amor, que tanto da que sufrir.

c) Sí que me hubiera encantado conocer los evangelios del adulto Jesús currante, carpintero que sabía lo que iba a sucederle antes de echarse a predicar por los caminos: ¿cómo manejaría su garlopa mientras fabricaba muebles para los demás, y junto con ellos el madero para su propia crucifixión, la suya, para evitar la nuestra? Me encantaría tener un mueble salido de las manos de Jesús; seguramente era un buen carpintero, mucho más que los teólogos/pájaros/carpinteros que aún no han dado con la fórmula del mueble ideal, a saber, un buen confesionario.

En cualquier caso, y en lo que a mí se refiere, vivo convencido de que, lejos de haberle ayudado a cargar con su cruz como cirineo, le hubiera sobrecargado con la mía, si es que no le hubiera delatado antes que san Pedro delante de los fariseos para salvar la propia pelleja. ¡Le he negado y renegado tantas veces! ¿Yo Carlos Cuesta Cruz? Ni me lo imagino.

d) Dicho lo cual, y por entrar más en harina, parto modestamente del principio de omnipotencia divina desarrollado por el franciscano Guillermo de Ockham en el siglo XIV: Dios Padre puede cuanto quiere y cuanto quiera. Quien no acepte la omnipotencia divina, aunque esté en su pleno derecho, se hará un flaco favor a sí mismo pues, al no creer en el poder omnímodo de Dios, quedará también sin amparo y a la deriva en un cosmos sin rumbo, ausente algún alguipotente o muchipotente u omni/impotente.

Casi con la fe del credo de Maimónides, creo que Dios podría incluso desdecirse de lo dicho, dar la vuelta en U a su creación, rehacerla o deshacerla, y poner patas arriba todos sus mandamientos. Si algo no lo pudiera, Dios no sería mi Dios. Su poder sobre mí, obvia decirlo, es principio y fin de todas mis cosas.

Más aún, creo que -cansado de tanta y tan ingrata irresponsabilidad por parte de sus desagradecidas criaturas- podría abandonar voluntariamente su oficio de Dios después de haberlo ejercido eternamente. ¿Podría Dios dejar de ser el Dios del Amor y enviarme directamente de patitas al infierno? Podría, claro, dada su omnipotencia. Incluso si, renegando de sí mismo, quisiera Él dejar de ser el Ser que es en favor del No-Ser, podría desde ese su no-ser volver a ser Dios. El nihilismo o a/teísmo absoluto dominado por la nada me resulta ininteligible, no lo contemplo; la nada no nadea, no es nada. En lo que sí creo es, como la cábala judía, en un Dios que se retira y deja un espacio para nuestra libertad mientras espera. Pero qué difícil debe ser también la paciencia de Dios ante el mal…

Fiat voluntas tua sicut in terra et in coelo et in saecula saeculorum, amen, amen. Me gusta aquello que se atribuye a Einstein: Gott würfelt nicht, Dios no juega a los dados con la creación. Si Dios la despreciase arrepentido por la conversión del Edén en Sodoma y Gomorra, la entera creación se quedaría sin razón de ser. Pese a mi quizá excesiva islamofobia, me encanta lo básico del islam: la sumisión incondicional a la voluntad de Dios, como antes lo fue el de Abraham o el fiat mariano, el hágase en mí según tu palabra; cielo y tierra pasarán, mas tu palabra no pasará. Y si los humanos tienen derechos humanos es porque Dios mantiene erguido su tabernáculo para todos nosotros, creyentes y no creyentes: Dios es el primer creyente porque cree en nosotros antes de que nosotros hayamos creído en Él. ¿Derechos humanos sin derechos divinos? No, gracias

El mal con el que convivo y al que presto mi ayuda es un escándalo de tal magnitud, que sacude los cimientos de mis pies de barro. Más que mi mal, no logro procesar el sufrimiento de los inocentes y el poder del injusto sobre la faz de la Tierra. Aunque profesor de Teodicea, esto nunca pude entenderlo; menudo papelón el mío explicando una asignatura que no comprendí jamás. Pero mi fe en la voluntad de Dios es tal, que confío en entender alguna vez sus razones tras la hora de mi muerte: la verdadera verdad es escatológica, ahora sólo la tenemos per speculum et in enigmate.

Dicho todo lo cual, inmerso hasta las cachas en el misterio de iniquidad, vivo convicto y confeso de que, aunque Dios pudiera no querernos, no creo que quisiera no querernos. Ante esos dos atributos operativos de Dios, el querer y el poder, cuanto más ejercito mi noluntad -voluntad de decir no a Dios- tanto más penosa me parece. Incapaz de ser mejor, sólo me queda vivir de la misericordia de Dios, Señor mío y Dios mío.

Si he de ir al infierno cuando Dios lo quiera, Dios no lo quiera, iré aferrado de la mano de Jesús. Nunca me desasiría de ella ni se la soltaría, al modo de Jacob, durante la lucha entre su último Sí y mi último No. Él haría un poder frente a mi no querer poder para que pueda poder. Una vez en el infierno estaría seguro de que Jesucristo suplicaría a su Padre –cuya voluntad ha venido a cumplir- que me salvara contra toda razón (Dios es el bien, no meramente el ser), que me amase como a un hijo pródigo y, olvidado de mí, echarme en tus brazos. Sólo por esa parábola siento que Dios no quiere dar un no consecuente que contradijese su amor antecedente.

 

Imagen de kasosita en Cathopic


 

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