Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa
Homero decía que “los molinos de los dioses muelen despacio”. Y mucho más los de los hombres. ¿Cuántos años o siglos faltarán para que todas, todas las familias mexicanas, urbanas y campesinas, cuenten con casa propia y apropiada? Porque ambos adjetivos son sustantivos esenciales en una casa. Casa propia: no ajena, no rentada, no subrentada. Casa apropiada: no cueva, no hacinamiento de tugurio, no jaula de zoológico, no especie de casa de muñecas, sino habitación conforme a la dignidad humana y familiar.
Desde hace años, ¿cuántos?, autoridades y particulares prometen resolver el problema de la vivienda. Pero, como los molinos de Homero, “las cosas de palacio caminan despacio”. Y ahí está la carreta atascada, sin quien eche una mano rápida y eficaz.
La vivienda es la cápsula o el capullo de la vivencia. Si la casa no es una forma vital apropiada, el contenido que se encierra en ella, se deforma. Si la vida es hoy cada vez más angustiosa y bronca, se debe, entre otras cosas, a que la familia no ha encontrado ni casa propia ni menos casa apropiada. En el tugurio sin espacio físico ni ilusión anímica, hay que buscar también la causa de las desavenencias conyugales, el sitio del combate, la atomización de la familia, el éxodo de los hijos jóvenes, el fermento de la pandilla, el trampolín del alcoholismo y la drogadicción.
¿Qué pasaba antaño que los pueblos, aun los más humildes, parecían hechos por pintores? La casa del hombre estaba construida con amor y con amor colocada en el paisaje. ¿Qué ojo ciego echó a perder el bellísimo marco geográfico de nuestras poblaciones sin bosques, ríos, lagunas?
Las ciudades coloniales de América fueron levantadas como el soneto, con un orden y un ritmo emanados de acuerdo a la vida comunal de entonces. Su centro irradiante estaba formado por la plaza (vida popular), la iglesia (vida religiosa), el municipio o palacio de gobierno (vida civil), la escuela o universidad (enseñanza de la vida) y las arquerías o portales para los mercaderes (vida económica); y en torno a ese grupo cordial, en calles como versos largos, se agrupaban los hogares amplios, soleados, pacificadores.
Cada hogar era, a su vez, la reproducción en pequeño de ese centro cívico vital. El patio de la casa respondía a la plaza pública. El oratorio a la iglesia. La sala al municipio. El zaguán reproducía el trajín doméstico de los portales. Los corredores eran las calles de la circulación hogareña. El aposento daba intimidad al amor y al dolor.
Este recuerdo no quiere parar en simple nostalgia. Es el ejemplo de que cada época histórica ha creado, según su cultura, un tipo de vivienda. ¿Cuál es la casa de nuestra vida actual? El grueso de la población vive en viviendas híbridas y masivamente inauténticas donde priva el negocio sobre la dignidad. Juan Pueblo habita en palomares, en cajones incoloros, en minúsculas fracciones de terreno donde se alzan unas casitas uniformadas en feo y en incómodo.
El gran poeta Ezra Pound decía que es la casa hecha o deshecha con usura. Nos albergamos en destrozos, antiguos trozos de corredor, retazos de terreno, huecos liliputienses, enanismo generalizado con el camuflado nombre de “casas de interés social”. ¿Interés social, humano, económico?
Al empequeñecer una vivienda, se empequeñece también una vida y una cultura.
El Sol de México, 6 de abril de 1989; El Sol de San Luis, 15 de abril de 1989.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de febrero de 2024 No. 1491