Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

El dolor físico y el sufrimiento, como pena moral que traspasa el alma, parecen propios de la condición humana. San Juan Pablo II, nos señala ‘que parece ser esencial a la naturaleza del hombre’ el sufrimiento (Salvifici Doloris, nº 1), ‘inseparable de la existencia terrena del hombre’ (Ibídem 3). El sufrimiento comporta un misterio intangible que suscita compasión, respeto y muchas veces nos atemoriza.

El pasaje de san Marcos (1, 40-45) sobre la curación de un leproso, nos permite reflexionar sobre el alcance de esta enfermedad pavorosa, -la lepra, (y cualquier otra similar de nuestro tiempo), su condición en la persona de por sí con una enfermedad que suscita horror, las sanciones legales del Levítico, y una exclusión social, exclusión de la comunidad religiosa y de la familia. Si se acercaban podrían ser apedreados. El Señor Jesús toca, sana y devuelve la alegría de vivir al leproso y recupera su inclusión, social, familiar y religiosa.

Existen otros tipos de sufrimiento, como la podredumbre del alma por la envidia. Nos dice el Padre Ignacio Larrañaga, en su obra ‘Del sufrimiento a la Paz’, ‘los que sufren hacen sufrir. Los fracasados necesitan molestar y lanzar sus dardos contra los que triunfan. Los resentidos inundan de resentimiento su entorno vital. Solo se sienten felices cuando pueden constatar que todo anda mal, que todos fracasaron. El fracaso de los demás es un alivio para sus propios fracasos; y se compensan de sus frustraciones alegrándose de los fracasos ajenos y esparciendo a los cuatro vientos noticias negativas muchas veces tergiversadas y siempre magnificadas…En conflicto consigo mismos…Siembran divisiones y odio a su alrededor porque se odian a sí mismos ‘(Cap. 1).

La pena moral personal por el fracaso se puede transformar en autoexclusión; el egoísmo aísla y rompe los vínculos con los demás; o el egoísta usa a los demás para su propio beneficio.

Jesús puede devolvernos la salud, liberarnos de la marginación, de la soledad y de nuestras miserias morales que pesan como una cruz en nuestra conciencia.

Esta oración del gran san Agustín en el libro de las Confesiones (10, 39), nos puede ayudar:

‘¡Señor, ten compasión de mí! ¡Ay de mí! Mira aquí mis llagas; no te las escondo; tú eres médico, yo enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable’.

Jesús nos sana de las exclusiones propias y de las exclusiones cuando se es víctima.

En el día de ‘la Jornada Mundial del Enfermo’, – 11 de febrero, Fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, hemos de hacer nuestro el Corazón de Jesucristo, en el cual caben todos, los enfermos, los que en esta sociedad considera sobrantes y despojos humanos, los indeseables. El sufrimiento humano es variado y pluridimensional. Ante las fronteras de separación, está ‘el tender puentes’ del Papa Francisco.

La advertencia de Jürgen Moltmann, debe abrirnos los ojos y ponernos alerta:

‘Una sociedad cerrada es una sociedad sin futuro, una sociedad que mata la esperanza de vida de los marginados y que finalmente se hunde a sí misma’. Ahí está el drama humano y terrible de nuestros hermanos migrantes.

La exclusión no está en el proyecto de Dios, -su Reino, ni es propiamente cristiana. Pues ‘todos los hombree son llamados al mismo fin: Dios. Existe cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor (CF G et Sp 24,3).

(…) en la cruz está el ‘Redentor del hombre’, el Varón de dolores, que ha asumido en sí mismo los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor y las respuestas válidas a todas sus preguntas’ (S D 31).

Jesús nos cura de las exclusiones y de la autoexclusión.

 
Imagen de Alexander Grey en Pixabay


 

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