«Una fe que no se hace cultura es una fe no aceptada plenamente, no pensada enteramente, no vivida fielmente», estas palabras de san Juan Pablo II, nos han servido —desde el 16 de julio de 1995— como fuente de inspiración al dedicar nuestro esfuerzo semanal para hacer periodismo en El Observador.
Hemos estado y seguimos estando auspiciados por la Providencia y por los cada día más escasos lectores, anunciantes y promotores de este medio de laicos al servicio de la Iglesia. La gráfica que publicamos en este número no nos deja mentir. Cada año estamos más solos.
Y lo que resulta doloroso —lo decimos con profunda pena— es la desconfianza que nos muestran algunos sectores de la Iglesia católica. Desconfianza que resulta en dos de los ejes del clericalismo: la indiferencia y la maledicencia.
Se acusa a los fundadores (obviamente sin la menor prueba) de lucrar con el medio, cuando ha sido todo lo contrario: la directora general adjunta y fundadora de El Observador ha puesto no solo su talento, que es grande, sino también recursos económicos ordinarios y extraordinarios para que cada semana el periódico salga al público. ¿Regalarlo? Con todo respeto: lo que se regala no se aprecia.
A ella y a todo el equipo nos anima el mismo espíritu. Hacer de la fe católica una cultura, una manera de ser, de pensar, de actuar en lo privado y en lo público. Misión y humildad. Por lo demás, Cristo dijo claramente que si en un lugar no interesaba el Evangelio habría que sacudirse el polvo de las sandalias e irse a otro sitio.
La cultura católica está a la baja. La sustituyen otras formas de entender la vida de la fe. No es queja: es una dolorosa realidad que lastima y que nos vuelve a los católicos en una voz medrosa, insignificante, irrelevante frente a los gravísimos problemas de México.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de febrero de 2024 No. 1494