Por P. Fernando Pascual
San Doroteo de Gaza, al explicar por qué no debemos juzgar al prójimo, recordaba una famosa anécdota de los padres del desierto.
Un anciano supo que un hermano había cometido el pecado de la fornicación. El anciano, escandalizado, exclamó: “¡Oh! ¡Qué mal ha cometido!”
Poco tiempo después se apareció un ángel a ese anciano. Llevaba consigo el alma del hermano que había cometido aquel pecado, y dijo:
“Aquel que juzgaste ha muerto. ¿Dónde quieres que lo conduzca: al reino o al suplicio?”
En otras palabras, según explicaba san Doroteo, el ángel estaba preguntando: “Puesto que eres tú el juez de justos y pecadores, dame tus órdenes con respecto a esta pobre alma. ¿La perdonas? ¿Quieres castigarla?”
Es una pregunta tremenda, que podemos hacer en primera persona: si yo fuera juez, y Dios me preguntase si un difunto, quizá famoso por algunos grandes pecados, tenía que ir al infierno o ser salvado, ¿qué respondería?
Una pregunta así implica una responsabilidad terrible: Dios me pregunta si quiero la vida eterna o el castigo eterno para otro ser humano, débil y pecador como yo…
Surge, entonces, la pregunta: si yo fuera el juez en el día del juicio final, ¿qué sentencia pronunciaría sobre ese familiar que dividió a la familia, sobre ese jefe de trabajo que arruinó a un amigo, sobre ese político que llevó al hambre a miles de personas?
San Doroteo de Gaza completa la historia del anciano que había juzgado a su hermano pecador con esta invitación que le habría dirigido el ángel: “Así Dios te ha mostrado cuán grave es el juzgar, no lo hagas más”.
Dios, el verdadero Juez, que es compasivo y misericordioso, nos invita a no juzgar a nuestros hermanos, por un motivo muy claro que leemos en el Evangelio:
“No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá” (Lc 6,37 38).
Si yo fuera el juez… Mejor, Dios mío, te pido la gracia de no juzgar a mis hermanos, sino de aprender a mirar a cada uno como tú me miras: con una misericordia sin límites…
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