Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

Los griegos de ayer decían que la ciudad, la polis que ellos construyeron resplandeciente y armoniosa como una rapsodia de Homero, a perfecta escala humana, era para vivir y convivir, para pasear y circular, para tener a mano lo que el hombre necesitara en su vida material y espiritual. En otras palabras, la ciudad se construía para el servicio del hombre. Hoy es todo lo contrario. Por eso la ciudad moderna es la anticiudad.

No hace muchos años, el famoso rector de la Universidad de Salamanca, don Miguel de Unamuno, afirmaba que únicamente merecía el nombre de ciudad aquella en la que se podía ir leyendo por la calle y en la que se podía salir al campo en diez minutos. Hoy sería un suicida irracional, el peatón que se atreviera cruzar una avenida absorto en la lectura de La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, si no es que leyendo Muerte sin fin de José Gorostiza.

Como hubieran protestado Unamuno y los griegos de ayer, de haber vivido en estos fríos y melancólicos bosques de cemento, colmenas de hombres presurosos y anónimos, el triunfo de las escaleras y los elevadores, el oleaje estrepitoso de las máquinas, la toma de la ciudad por el automóvil. Y todo por una falsa cosmovisión nacida de una falsa modernidad que convirtió al hombre en un dominador despótico de la tierra y en un adorador ingenuo de la técnica, cuando debería ser su guardián, su tutor y su regulador. De tal manera el hombre perdió el dominio sobre la técnica que, de ser su criatura aliada y sumisa, se le volvió adversaria insurrecta. Porque no quiso el hombre reconocer la prioridad de la ética sobre la técnica, ni supo reconciliar la ciencia con la sabiduría en una concordia vital.

En la ciudad moderna, el hombre más que vivir, sobrevive; más que convivir, coexiste; más que disfrutar de los adelantos, los padece; más que desplegar su libertad, se cohíbe. La calidad de vida se le degrada de continuo por obra y desgracia de estos tres enemigos capitales. Desde luego, el ambiente sucio, la polución del aire, la falta de espacios verdes que suplirían en parte la infinita lejanía del campo. Un escritor francés, refiriéndose a un amigo que jamás salía de París, comentaba: “Nunca ha oído cantar a los pájaros. Y lo peor es que no se avergüenza”.

El otro enemigo es el tiempo, el tiempo hecho trizas que se acorta y deshace, que para nada alcanza, el tiempo gris y somnoliento que se malgasta en el transporte, la tiranía del reloj como enfermedad del alma, el alma acelerada en perpetua tensión, y los días en que tantos duermen y las noches en que tantos trabajan distorsionando los ritmos de la vida.

Y, por fin, la inseguridad de la gran ciudad, ancha y ajena, ancha y enemiga, la desprotección del ciudadano corriente y moliente, el miedo a la noche y a sus fantasmas de carne y perversidad, la conciencia de soledad y el hastío que es una tristeza sin amor. Y la ciudad sin amor no tiene salidas para el hombre ni para la familia.

Artículo publicado en El Sol de México, 28 de marzo de 1991; El Sol de San Luis, 30 de marzo de 1991.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de julio de 2024 No. 1515

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