Por Arturo Zárate Ruiz
Crítica común de los protestantes contra los católicos ha sido el que, según ellos, hayamos abandonado la “simplicidad de las Escrituras”, y, si incluimos a los iconoclastas de muchos siglos antes, el que, según ellos, hayamos sustituido a Dios por imágenes, por ídolos, como si el Señor sólo nos hablara tipográficamente y no también, por ejemplo, a través de una conciencia bien formada y la hermosura de su Creación. En particular, a estos criticones les disgusta la “ornamentación” de nuestros templos, de nuestra liturgia, de nuestra predicación, como si adorar al Altísimo no exigiera de nosotros ofrecerle, en lo posible, lo mejor: nuestro amor, y con belleza.
Nos critican inclusive lo que podríamos llamar teatralidad, por ejemplo, de celebraciones como la Vigilia Pascual. Algunos dicen, me consta, que, al prender los cirios tras la oscuridad completa, con retablos impresionantes que quedan de pronto iluminados, se manipula a los fieles para atraparlos con sensiblería en el error. En cualquier caso, quienes así nos tachan recibirán criticismo similar de los ateos que ven en toda religión el opio de los pueblos. De hecho, abundan hoy las denuncias contra los televangelistas protestantes. Por supuesto, podríamos también censurar a esos ateos por incitar demagógicamente a cualquier pueblo con sus ideologías de odio.
Pero, en general, no creo que las personas, las audiencias, seamos del todo tontas, como para dejar que nos mangoneen en toda ocasión cual cualquier títere. Algún gramo de seso y de libertad siempre nos queda como para advertir y resistir aun la más sutil manipulación. Si al final nos creemos eso que se nos dice, temo que en cierta medida quisimos creérnoslo por gusto.
Ahora bien, si hubiera algo de cierto en estas críticas, el problema no sería la manipulación, sino el reducir el culto a Dios a un espectáculo.
No voy a censurar a los evangélicos si con sus cantos espirituales alaban al Señor, ni a los presbiterianos o luteranos con sus coros de alta escuela si así lo hacen también, ni siquiera a los rockeros cristianos que en grandes auditorios se reúnen para cumplir tal propósito, ni, por supuesto, a ningún sacerdote católico que cuida el esplendor de la liturgia a punto de asombrar a los fieles con esa belleza.
Hay un riesgo. Que lo entretenido y lo espectacular sea finalmente lo que nos atraiga a misa, y no el tener un encuentro con Jesús. Ocurre en modos tan simples como cuando los muchachos y muchachas —cualesquiera de nosotros aun viejos— acuden al templo porque es ocasión de citas, y nada más.
Hay también riesgos en quien organiza el espectáculo, entre los católicos, el cura. Ya en el siglo XVII, Baltasar Gracián describió así a algunos predicadores que preferían lucirse a lucir a Dios:
«Dejaron la substancial ponderación del sagrado texto y dieron en alegorías frías, metáforas cansadas, haciendo soles y águilas los santos, naves las virtudes, teniendo toda una hora ocupado el auditorio, pensando en una ave o una flor. Dejaron esto y dieron en descripciones y pinturillas. Llegó a estar muy válida la humanidad, mezclando lo sagrado con lo profano, y comenzaba el otro afectado su sermón por un lugar de Séneca, como si no hubiera San Pablo; ya con trazas, ya sin ellas, ya discursos atados, ya desatados, ya uniendo, ya postillando, ya echándolo todo en frasecillas y modillos de decir, rascando la picazón de las orejas de cuatro impertinencillos bachilleres, dejando la sólida y substancial doctrina y aquel verdadero modo de predicar del Boca de Oro y de la ambrosía dulcísima y del néctar provechoso del gran prelado de Milán».
En fin, hay al menos un riesgo más. Si el reto es intentar atraer fieles con el entretenimiento y el espectáculo mundanos, llevamos las de perder. Hollywood, y aun la para mí aburridísima televisión en cadena nacional, son más divertidos para muchas personas que una Misa de Gallo en San Pedro. Tal vez sea así porque acercarse a Dios, aun para adorarlo en el templo, exija abrazar la Cruz.
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