Por Arturo Zárate Ruiz
La libertad consiste en la capacidad de elegir y abrazar, por uno mismo, un bien, entre varios elegibles. Por ejemplo, al casarnos escogemos cónyuge; en el restaurante, los apetitosos tacos; al ir de pesca, carnada con plomada para hundir el anzuelo y llegar a donde se esconden los huachinangos. Lo que a veces se nos olvida es que al elegir un bien ponemos a un lado otros: si me caso con Lourdes, renuncié a hacerlo con Beatriz; al comer tacos, ya no tendré estómago para una tortota; si busco peces del fondo, no atraparé tan fácilmente especies de superficie como los dorados.
He allí que elegir es también renunciar, y eso no corresponde sólo a quienes abrazan la vida religiosa con sus votos de castidad, pobreza y obediencia.
La castidad es para todos. El sexto mandamiento manda el no fornicarás. Así, el único ámbito de actividad sexual permitido es el matrimonio hasta que la muerte separe a los esposos. Sus goces de la intimidad exigen además amor y respeto, es más, están abiertos a procrear y fundar una familia. Se renuncia, por tanto, a cualquier otro encuentro o deleite contrario a este propósito. Se renuncia sobre todo al egoísmo. Sí, así abrazamos mejores bienes: crecer como personas, el cariño verdadero de una esposa, la vida familiar, aun si no se nos dan los hijos, pues, por buenos, nos estimaran nuestros parientes. En cualquier caso, la renuncia ocurre.
La pobreza, o renuncia a los bienes materiales, les corresponde inclusive a los más ricos. No es que no los busquen, sino que los procuran y generan, no con egoísmo, sino para el bien común. Su esfuerzo e ingenio, aunado a las preocupaciones por invertir bien el dinero, genera empleos, y los muchos empleos elevan el nivel de vida de toda la población. El hombre o mujer comunes tampoco se desvelan para enriquecerse ellos mismos. Cuando están insertos en una familia, se desvelan por el bienestar de sus seres queridos. Eligen, sí, gozar así de su cariño. Pero la renuncia también está allí: en gran medida, relegan su propia tranquilidad por el bien de los demás. Ponen a un lado eso de «¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal rüido!»
En fin, la obediencia la requerimos todos, si no por otra razón, por los golpazos que siguen a desatender las reglas. Permítanme un ejemplo bobo: renunciamos a intentar volar como Súperman porque de encapricharnos, ¡qué caída dolorosa sufriremos de desatender las leyes de la gravedad y lanzarnos del tercer piso! El caso es que peor sería ignorar los mandamientos de Dios. El porrazo lo padeceríamos en el mismo Infierno y aun antes en la desazón propia de los bienes pasajeros prohibidos. Sea lo que sea, hay renuncia a ellos, y puede dolernos porque por un momento nos gustan.
Una renuncia muy difícil es la del resentimiento. Debe darse si acatamos lo que pedimos en el Padre Nuestro: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Tan difícil es que nos engañamos al decir “perdono, pero no olvido”. Y hay que olvidar porque, de no hacerlo, no podremos abrazar el bien mejor elegido: amar. De nuevo, no deja de haber la renuncia, una que parece imposible: borrar de la memoria el mal que hemos recibido de aquel a quien perdonamos. Debemos tratarlo como si nada hubiera ocurrido. Debemos amarlo, pues, según nos explica Jesús, «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian para que seáis hijos imitadores de vuestro Padre celestial, el cual hace nacer su sol sobre los buenos y malos y llover sobre los justos y pecadores, que si no amáis sino a los que os aman, ¿qué premio habéis de tener?, ¿No lo hacen así aun los publicanos?»
Pero ésta es la promesa suya tras nuestras renuncias: «todo el que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o tierras por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna». Y nos lo explica san Pablo: «no tenemos puesta la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles: lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno».