Por P. Eduardo Hayen Cuarón
En 1519 ni España ni México existían como nación. Fueron los conquistadores del Reino de Castilla quienes en ese año desembarcaron en Veracruz y se internaron en las tierras de Mesoamérica, donde coexistían diversos pueblos indígenas en constantes pugnas y guerras, muchos de ellos subyugados por la crueldad del imperio azteca. Después de la caída de Tenochtitlán en 1521, llegaron los primeros frailes franciscanos al Nuevo Mundo para hacer una titánica labor evangelizadora. Era 1524, hace 500 años.
Una colosal obra de recopilación de usos y costumbres de los indios la escribió fray Bernardino de Sahagún, quien llegó como misionero en 1529. Realizó un estudio riguroso de historia, tradiciones y lengua de los indígenas intitulada «Historia de las cosas de la Nueva España», que fue una obra enciclopédica monumental al servicio de los predicadores del Evangelio. Dice Sahagún que era necesario que éstos conocieran las culturas indígenas para poder predicar a Jesucristo y aplicar las medicinas espirituales que necesitaban para curar las enfermedades del alma.
En un principio la predicación era por señas. Los frailes explicaban la existencia del infierno y del cielo apuntando hacia la tierra para indicar el inframundo donde decían que había fuego, sapos y culebras; luego elevaban los ojos al cielo para señalar que arriba está un solo Dios. Los indios no entendían nada, y pronto los religiosos abandonaron ese estilo de predicar para ponerse a estudiar la lengua náhuatl. Aprender las principales lenguas indígenas era una condición esencial para todo misionero que quisiera evangelizar con efectividad. Era el medio eficaz para llegar al alma de aquellos paganos y conquistar sus corazones.
Cada orden religiosa –franciscana, dominica y agustina– tenía su propio territorio para evangelizar, así que los frailes tuvieron que especializarse en el idioma de los pobladores de aquellas regiones, aunque el náhuatl era el idioma más conocido. Esta lengua era la del imperio azteca, que se hablaba desde Zacatecas hasta Nicaragua. En la orden de san Agustín había frailes que tenían que hablar, por lo menos, una de estas diez lenguas: náhuatl, otomí, tarasco, huasteco, pirinda, totonaco, mixteco, chichimeco, tlapaneco o ocuiteco.
Los frailes no tenían la intención de hispanizar a los indios, y todo el trabajo evangelizador tenía que hacerse exclusivamente en lenguas indígenas. Hubo la necesidad de hacer libros para estudiar las lenguas, y así nacieron las gramáticas, los vocabularios, las doctrinas, los sermonarios, los confesionarios, traducciones del Evangelio, de las Epístolas y de las vidas de los santos. Fueron libros muy importantes tanto para la predicación de la doctrina cristiana como para la administración de los sacramentos, principalmente la confesión.
Los reyes de España nunca se mostraron hostiles al estudio de las lenguas de los indios. Felipe II, por ejemplo, pedía encarecidamente a los obispos que no ordenaran sacerdotes ni dieran licencia para administrar los sacramentos a quienes no supieran la lengua general de los indios en su provincia. Sin embargo la Corona también creía que ningún idioma era tan rico para exponer los misterios de la fe católica como el castellano, así que ordenaron enseñar a los indios el idioma de Castilla. Los misioneros se resistieron a ello porque no querían sobrecargar a los nativos con aprender una nueva lengua, y además querían preservarlos -decían-de malas costumbres europeas.
La evangelización de los indígenas del Nuevo Mundo fue una obra titánica y descomunal que hoy admiramos. El celo de aquella «vieja escuela» de evangelización misionera, traída de Castilla por petición de Hernán Cortés, decayó décadas más tarde cuando fueron muriendo aquellos evangelizadores que aprendieron las lenguas indígenas. Poco a poco vino un aburguesamiento de las nuevas generaciones de misioneros y así fue creciendo el proceso de hispanización de los territorios.
Sin pretender negar que en este choque de culturas existieron abusos, sobre todo de parte de los conquistadores castellanos, es notable el respeto que tuvieron hacia los indígenas los frailes y la religión católica. La conquista espiritual de México no fue una destrucción de las culturas ni cacería de los nativos –tal como ocurrió en el territorio de América del Norte con la llegada de los ingleses–, sino la seducción amorosa de las almas de los pueblos originarios para llevarlas a Cristo.