Por Jaime Septién

En su Retórica Aristóteles define la envidia como “un dolor perturbador y que concierne al éxito, pero no del que no lo merece, sino del que es nuestro igual o semejante”. Vamos: del éxito —en cualquiera de sus ramas: personal, político, profesional, relacional— del que es como yo o del que es lo más parecido a mí.

Si le va bien a alguien de Hungría o de Hong-Kong, no me pasa nada. Si es la fortuna de Bezos o de Musk, a lo mucho me enojo un poco con el capitalismo neoliberal y tan-tan. Pero que no le vaya bien a mi vecino, a mi compañero de trabajo, a mi cuate o a mi hermano, porque en seguida le saco de las piedras una falta, un pecado.

Alguien contaba que su hijo, al preguntarle qué quería ser de grande, respondió sin titubear: “Yo, de grande, quiero ser un imbécil”. Sorprendido, el padre le pregunto que por qué quería ser eso tan raro, a lo que el pequeño contestó con la colección de imbéciles que le había oído decir: desde el presidente del país hasta el jefe de la empresa en la que trabajaba, pasando por el vecino y su coche o el amigo y su señora. 

“En los celos —apunta el filósofo francés Rémi Brague— estoy triste porque otro ha tomado algo que yo poseía o que hubiera podido poseer: un sello de correo raro que hubiera podido añadir a mi colección; un puesto dirigente en una empresa, o una novia.”. Y agrega: “En la envidia, no me ha quitado nada, no me ha privado de nada la persona que envidio. Por eso, la envidia es un pecado abstracto, un pecado para puros espíritus, es decir, un pecado diabólico.”

Yo agregaría: un pecado que mata el alma y disminuye a la persona; un malestar que genera odios y que, a la larga, acaba por destruir al entorno. Parafraseando al poeta alejandrino Constantino Cavafis: la envidia con la que echamos a perder nuestra vida, echamos a perder al mundo entero.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de diciembre de 2024 No. 1536

 


 

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