Por P. Fernando Pascual
La reunión prometía ser difícil. Se levantó un monje y empezó a hablar.
“Llevamos meses discutiendo sobre el cambio del horario. Por mi parte, estoy ya cansado y me siento frustrado, pues no vamos hacia ninguna parte”.
Se podrían poner ejemplos hasta el infinito de este tipo de intervenciones, que se caracterizan por revestir lo que uno dice con emociones y sentimientos, muchos de ellos negativos.
La rabia, el cansancio, la desidia, la impaciencia, incluso el rencor que se convierte en reproche: son muchos los sentimientos que envuelven las palabras de quienes intervienen en las reuniones.
Existen, sin embargo, modos serenos de ofrecer el propio punto de vista. Imaginemos, por ejemplo, otro monje que se levanta y hace su aportación al debate.
“Es cierto que tenemos diferentes puntos de vista sobre el horario, y que han pasado algunos meses sin ponernos de acuerdo. Creo, sin embargo, que con pequeños ajustes podemos empezar a aplicar mejoras en el horario, sobre todo pensando en los padres más ancianos”.
No somos, hay que reconocerlo, personas sin sentimientos ni emociones. La convivencia que se prolonga en el tiempo deja cicatrices y tensiones que pueden acumularse mes tras mes.
Pero siempre es hermoso encontrar, en las familias, en el trabajo, en la parroquia, en los monasterios, y en tantos otros grupos, hombres y mujeres que saben hacer sus propuestas desde la serenidad.
Ello no quita que algunos temas resulten especialmente espinosos, sobre todo cuando algunos creen que si su propuesta queda rechazada recibirán algún daño.
A pesar de las dificultades, resulta siempre hermoso buscar caminos serenos para el diálogo, que permitan alcanzar puntos de encuentro en los que podamos unirnos y llegar a acuerdos orientados al bien de todos.