Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Estamos sumergidos en la oscuridad del horror por tantos crímenes cometidos en nuestro suelo patrio. Campos de concentración de horror y muerte, de exterminio y adiestramiento, de inocentes asesinados cruelmente y escuelas del crimen.

Familias enteras sumergidas en el dolor por la pérdida de familiares y en la tristeza por unos gobernantes que silencian su ineptitud con discursos vacíos, sedientos de aplauso y reconocimiento. El reclamo por la justicia de la sangre derramada que clama al cielo se acalla con las luchas de aranceles con gritos convenencieros de soberanía.

La hora de las tinieblas se ha ceñido sobre nuestro pueblo teñido dolor y desesperanza. Decepción tras decepción arman los corazones sin ilusiones y sin futuro; futuro negado ante un presente de indiferencia y maldad.

Ahí está nuestras herramientas de un conocimiento sistematizado y una tecnología cada vez más sorprendente; se piensa que los conocimientos centrados en la sola razón propiciarán la liberación tan deseada. Pero el misterio de la propia existencia excede los limites del espacio y del tiempo, del aquí y del ahora. Nuestro horizonte, querámoslo o no, es nuestro mismo misterio y el Misterio de los misterios, cercano y trascendente, Dios.

La persona divina del Verbo encarnado, Jesús, puede ser nuestro referente en esta nube del no saber en nuestro presente oscuro y trágico.

Su condición divina y el mundo interior de Jesús orante, se transparenta en su rostro iluminado y sus vestidos esplendentes de gloria. Este es el misterio de su condición divina y humana que llamamos la ‘Transfiguración del Señor’ (Lc 9, 28 b-36).

Jesús escucha a Moisés, encarnación de -Torá-Ley y a Elías-nabí,-Profeta de profetas, quienes hablaban de su muerte que habría de ser en Jerusalén (cf Lc 9,31). El proyecto del Padre es manifestar el amor a toda prueba, hasta la muerte de la Cruz; el camino de la gloria pasa por el misterio de la Cruz, misterio de la total donación de sí mismo.

Así conocemos que la auténtica oración, la encarnación de la oración de Jesús en nosotros mismos, nos lleva a amar como Jesús en la total donación sacrificial de sí, para participar también de la gloria del Señor resucitado, porque la muerte dolorosa no es el final; ‘finis sed non finis’, -es el fin pero no el fin último.

Por tanto, se impone sintonizar con el mismo Jesús. Su Padre y nuestro Padre, nos da el mandato: ‘Este es mi Hijo, mi escogido; escúchelo’(Lc 9, 36).

En este tiempo de densas tinieblas, podemos buscar momentos de Tabor, momentos de oración centrados en Jesús, a través de los Santos Evangelios.

Es recomendable la ‘lectura de la Palabra de Dios y orar la propia vida’; ya de por sí el periódico Observador tiene una sección dominical en la cual se nos invita a realizar esta práctica, que técnicamente llamamos ‘lectio divina’.

Sugiero estos pasos: 1) Invocación humilde al Espíritu Santo; 2) Lectura pausada del texto bíblico, principalmente de los Evangelios para tener ese referente y sintonía con Jesús, Palabra y Acontecimiento de Salvación; lectura pausada, se puede releer, dos o tres veces, para saber qué dice el texto en sí mismo; 3)Dios me habla, ¿qué me dice?; 4)Respuesta personal a la Palabra de Dios, con la oración de acción de gracias, petición de perdón, súplica de alguna gracia, orar por los demás, alabar o adorar, es decir, dejar que la majestad de Jesús me penetre y se manifieste en mí; 5) Contemplar la realidad como la ve Jesús; 6)Compromiso y toma de decisiones; 7) Oraciones finales, el Padre Nuestro, el Ave María, el Alma de Cristo, etc.

Recordemos el dicho de Santo Tomás que la santidad no consistía en saber mucho, ni en meditar mucho, sino en amar mucho.

Jesús es nuestra Palabra decisiva, ante un mundo en sombras de muerte.

Imagen de Dimitris Vetsikas en Pixabay


 

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