Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Quien ora se salva. Sí; el que ora como el Salvador nos enseñó. Israel era un pueblo que sabía orar. Jesús y los judíos oraban sin cesar, y esa era una gloriosa ocupación: “Dichoso el pueblo que sabe alabarte”, rezaba. Pero algo tenía la oración de Jesús que inquietó a los discípulos, y lo interpelaron: “Señor, enséñanos a orar”. Fue entonces cuando Jesús puso en sus labios su propia oración: Digan “Padre nuestro”. Sorpresa inaudita: Ahora tenemos, por Cristo, acceso a su corazón y a la familiaridad con Dios. Con esta oración cambió de raíz el modo de dirigirse a Dios y ahora es el tesoro que los cristianos ofrecemos a la humanidad.
El Padrenuestro es una oración breve, perfectamente estructurada. Comienza reconociendo los grandes valores que se refieren a Dios: La santificación, o adoración absoluta de su nombre; la presencia de su Reino entre nosotros; la soberanía de su voluntad sobre todo poder humano. Así, el Padre es el único Dios verdadero. El solo digno de adoración. La segunda parte desciende a las realidades que nos apremian aquí en la tierra: el pan cotidiano para la vida; el perdón mutuo para la convivencia social; la fragilidad de la vida humana con sus peligros y tentaciones; y, finalmente, la protección divina contra el causante de nuestros males: el Maligno, llamado también en la Biblia el Demonio o Satanás.
Porque el mal, y quien lo introdujo, existe, nos guste o no. Jesucristo “vino a deshacer las obras del Diablo”, destructor de la obra de Dios. Esta restauración de la creación abarcó toda la vida de Jesús, desde la expulsión de los demonios (exorcismos), hasta la sanación de las enfermedades y la resurrección de muertos; desde el perdón de los pecados, el enfrentamiento con la muerte y su triunfo en la resurrección.
Durante la pasión del Señor, el Diablo intentó ejercer su protagonismo, sobre todo con los discípulos y con el traidor, quien le dio cabida en su corazón; y con la misma persona de Jesús a quien infundió un “terror mortal” en su alma, un “abandono” y alejamiento de Dios por el “peso de los pecados” y una súplica de verse libre de esa hora. El Diablo, “padre de la mentira” y “asesino desde el principio” quiso ejercer sobre él todo su poder. De esas profundidades misteriosas Dios lo salvó por su obediencia filial. En ese momento supremo de dolor y abandono brotó de su corazón la palabra más dulce que llevaba en su corazón ¡Padre!
El catecismo de la iglesia nos enseña que en el Padrenuestro “el Mal designa la persona de Satanás, que se opone a Dios y que es el seductor del mundo entero” (Ap 12,9). Solo quien reconoce su debilidad como hijo puede confiar en la bondad de su padre. Ningún prepotente puede llamar con verdad “Padre” a Dios.
Dejémonos de fantasías. El Demonio es un ser espiritual y personal, un ángel caído, inteligente y sagaz, enemigo de Dios, de su familia humana y del mundo entero. Sin mitos ni fantasías, con un realismo brutal fue actor y cómplice del infaltable traidor y corifeos en la muerte de Cristo y lo sigue siendo en el engaño permanente en que vivimos los humanos. Su presencia entre nosotros deslumbra por la mentira que difunde y por la violencia y muerte que seduce. Los bautizados estamos bajo la mirada protectora del Padre donde Cristo nos enseñó a vivir.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de abril de 2025 No. 1553