Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Ser catequista es prestar un servicio siempre apreciado y reconocido en la Iglesia. Debemos cuidarlo, porque ahora el discurso político ha asumido un tono religioso y moralizador, generando confusión entre los católicos.

Referencias al evangelio, a la moral, a las imágenes o al Papa se escuchan con frecuencia. En un escrito leo: “Miles de ´servidores de la nación´, (que) hacen lo suyo, calle por calle…, emulando las viejas cruzadas de evangelización de los católicos misioneros”. Para ayudar a diluir los posibles equívocos, además de la doctrina del Catecismo, quiero recordar una doble enseñanza de Jesús frente a la política y al poder. Su predicación se centró en el anuncio del Reino de Dios, expresión más asequible al pueblo judío que a sus gobernantes, todos ellos extraños y sumisos al imperio romano. Jesús se las tuvo que ver con dos frentes distintos:

 En Galilea. Aquí, enfrentando a los partidarios de la rebelión violenta de los llamados zelotas o sicarios. Éstos confundían el reino de Dios con la liberación política de Israel. A su cuestionamiento, Jesús responde tajante a uno de sus seguidores: Eso no les corresponde saberlo. Dios tiene su tiempo. Si Dios abriga ese designio, no serán ellos los protagonistas. Con su respuesta Jesús espiritualiza su misión, es decir, la pone bajo el signo del Espíritu. El Espíritu de Jesús seguirá desplegándose en la Iglesia con todo su poder sanando, liberando, dignificando al hombre, sin escatimar las necesarias resonancias sociales y políticas concomitantes. Él es el salvador del hombre.

 En Judea. El otro frente fue el ejercicio personal del poder del imperio romano. Diálogo contundente fue el que sostuvo Jesús en Jerusalén con los herodianos, pro romanos, y los fariseos, anti-romanos, enviados como espías que fingieran ser personas honradas con el propósito de atrapar a Jesús en una palabra y entregarlo al poder y autoridad del gobernador, dice san Lucas. Nosotros conocemos bien este proceder. La pregunta amañada era esta: ¿Es lícito que paguemos el impuesto al César? Pregunta más que política religiosa, pues pagar el tributo significa reconocer la autoridad del César, autoproclamado dios.

Jesús pide le muestren un denario, que identifiquen la imagen y su letrero. Lo identifican sin dificultad: ¡Es del César! La inscripción decía: “Tiberio, hijo del divino César”. Jesús, por tanto, se encuentra ante el poder del César que se proclama dios. La respuesta de Jesús reza así en san Marcos: Lo que es del César, devuélvanselo al César, y lo que es de Dios, a Dios, texto mil veces manipulado en nuestra historia.

Como la pregunta versa sobre pagar el tributo, Jesús lo acepta, en el supuesto que en verdad sea del César. Ese es un asunto de justicia, no de fe. Deben devolverlo a su legítimo dueño. Jesús bien sabía que fueron las autoridades judías quienes llamaron a los romanos. Deben asumir su responsabilidad. Lo más grave es lo que sigue: “A Dios (devuélvanle) lo que es de Dios”. Lo que es de Dios lo que estipulan los mandamientos y la alianza con Israel, es decir, el Pueblo es de Dios. De nadie más. Los apóstoles lo ratifican cuando, en su respuesta a la autoridad abusiva, desacralizan el poder: “Primero debemos obedecer a Dios, antes que a los hombres”.

El anuncio del Reino de Dios no es cometido de la autoridad civil y política. Al espiritualizar la esfera religiosa, Jesús desacraliza la política. No la rechaza, la ubica. Al César pertenece su moneda, el hombre solo a Dios. El estado no debe convertirse en iglesia, o en secta, ni sus líderes en catequistas, ni prometer la salvación o la felicidad. Su ámbito es terrenal: establecer el derecho, administrar la justicia, promover el orden y custodiar la paz.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de junio de 2022 No. 1405

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