Por Rebeca Reynaud

Cada uno es autor de su existencia, protagonista de su vida. El hombre no vale por lo que tiene ni por lo que es, sino por lo que decide. Somos seres interdependientes, indigentes, no somos del todo autónomos, siempre necesitamos de los demás.

Hay talentos personales pero lo que más estructura la personalidad son los dones de Dios, entre ellos se encuentra de modo eminente, el regalo inmenso de la filiación divina recibido en el Bautismo. Gracias a ella, Dios Padre ve en nosotros la imagen –si bien imperfecta- de Jesucristo.

Dentro de los planes divinos la vida está hecha para compartirse. El Señor cuenta con la ayuda mutua que se prestan los seres humanos. Hay necesidad de compartir la existencia, de dar y recibir, de amar y ser amado.

“Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la vida de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal” (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi n. 48).

Muchos caen en la trampa de vivir en el pasado o en el futuro. Muchos viven añorando el pasado. Otros viven preocupados por lo que pueda pasar en el futuro. El futuro no existe, es irreal, no sabemos siquiera si viviremos el día de mañana o un mes más. No vale la pena preocuparse por lo que “podría ser”. Fulton Sheen expresó así su punto de vista: “Toda infelicidad (cuando no hay causa inmediata de pena) proviene de la excesiva concentración en el pasado o de la extrema preocupación por el futuro”.

Otras veces estamos anclados en el pasado y en el futuro, cuando lo único real es el presente, el hoy. Hay que atender al presente y a la eternidad en sí. Cada día tiene su propio afán, sus problemas y sus gozos, y basta con pensar en vivirlo lo mejor que podamos. Sólo el momento presente es precioso para cada uno de nosotros. El presente nos pertenece por entero.

Pocos se paran a pensar en la eternidad: ¿qué haré dentro de mil años?, ¿en dónde estaré dentro de un millón de años? Es un decir, porque en la eternidad ya no hay tiempo… pero hay que planearla con nuestra conducta recta y ponerla en manos de Dios.

Un padre de familia estaba a tal punto inmerso en un proyecto de trabajo, que descuidaba a su esposa y a su hijo, y se fue de la casa. Cuando ese proyecto se hizo realidad decía con desencanto: “Luché mucho, con intensidad, por esto y lo logré, y ahora no tengo con quien compartirlo”.

El alma que opta por Dios se mueve con una paz interior que supera cualquier tribulación, porque sabe en quien ha creído, como San Pablo, que escribe: “Sé en quien he creído” (2 Tim 1,12). Decidirse por Dios es aceptar su invitación a escribir nuestra biografía con Él.

Somos débiles frente a las tribulaciones. Pero nada puede superar a un amor sin límites, más fuerte que el dolor, que la soledad, que el abandono, que la traición, que la calumnia, que el sufrimiento físico y moral, que la propia muerte.

Jesús nos explica: “Eres único e insustituible en el lugar en que estás, en el momento en que vives, en la situación que he dispuesto para ti. Yo te necesito para esta partícula de materia y de vida, para esta parcela del mundo, para este momento de historia” (Ricardo Sada, Oír tu voz, p.88).

 
Imagen de HeungSoon en Pixabay


 

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