Por Jaime Septién

Era la semana previa para salir con el primer número de El Observador. Nada presagiaba que fuera a durar más de un año. México, entonces como ahora, se tambaleaba en la cuerda floja después del tristemente célebre “error de diciembre”, aquel de diciembre de 1994, cuando la economía del país estaba colgada de alfileres y alguien llegó y se los quitó para hundirlo por varios años.

Julio de 1995. Nos habíamos reunido con los obispos de la región bajío bajo la tutela de don Mario De Gasperín (quien nos sigue tutelando amorosamente); con unos empresarios que, más tarde, ocuparon puestos políticos de importancia, pero que en ese entonces luchaban por enfrentar inflación, carestía, dólar disparado, turbulencia social, el “efecto tequila”, la rebelión zapatista, el descrédito internacional…

En lo personal, a un servidor —por grillas internas y por la maledicencia propia de los empleados que van a mentir al dueño para quedarse ellos con el puesto— me acababan de echar del periódico El Financiero. ¿Qué hacer ante ese panorama? Había dos caminos: ver para atrás o ver para adelante. Maité (a quien le debo todo) me indicó la ruta: ver para adelante, juntos, confiando en la Providencia.

Estábamos en la radio: Maité con una maravillosa serie que se llamaba Al Filo de la Noche (música clásica y poesía) y yo, con un noticiario de una a tres de la tarde. Pero no bastaba con eso, quiero decir, teníamos que hacer algo más; algo que, en realidad llegara al corazón de los fieles que aún confiaban (cada vez son menos) en la palabra impresa.

Pensábamos que era ahí, en el rincón de la casa, en el sosiego de la tarde, después de las labores cotidianas, cuando el periódico se vuelve compañero de vida. Y en las parroquias como los sitios indicados de difusión dominical.

No quiero subirme en un pedestal y ver el transcurso de esa semana del 9 al 16 de julio de 1995 como un héroe anónimo. Nada de eso: mil dudas asaltaban nuestro empeño. Habíamos editado por casi tres años el periódico de la diócesis de Querétaro: Presencia y Voz. Teníamos un equipo mínimo pero eficaz. Lo más importante: veíamos (lo seguimos viendo) un México mutilado.

¿Qué nos movió a dar un paso que el próximo 16 de julio llega a su treinta aniversario? ¿Sería aquel mensaje de Juan Pablo II a los jóvenes en Santiago de Chile el 2 de abril 1987?

“¡Jóvenes: no tengan miedo de mirarlo a Él! Miren al Señor: ¿Qué ven? ¿Es sólo un hombre sabio? ¡No! ¡Es más que eso! ¿Es un Profeta? ¡Sí! ¡Pero es más aún! ¿Es un reformador social? ¡Mucho más que un reformador, mucho más! Miren al Señor con ojos atentos y descubrirán en Él el rostro mismo de Dios. Jesús es la Palabra que Dios tenía que decir al mundo. Es Dios mismo que ha venido a compartir nuestra existencia de cada uno.”

Desde luego que sí. Pero también una frase escrita y repetida varias veces por el Papa polaco —que ha servido como rúbrica de El Observador— al crear el 20 de mayo de 1982 el Consejo Pontificio para la Cultura:

“La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe. . . Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida.”

En otras palabras, como diría en una de sus cartas el apóstol Santiago: “la fe sin obras es una fe muerta”. Queríamos una fe viva, un país que recuperara sus raíces, que volviera su rostro al valor de los valores: al valor de la vida.

Con este bagaje y con el apoyo de familia, amigos, sacerdotes, obispos (de Querétaro, San Luis Potosí, Celaya y León) y algo más que la osadía —¿será la inconsciencia?— de la juventud, nos echamos a la alberca sin saber si tenía agua. Fue una semana de tensiones y dudas.

Treinta años más tarde, se repite esa misma tensión, esas mismas dudas. ¿Seguiremos en papel? ¿Daremos un paso lateral? Nuestros antepasados cristeros nos enseñaron con su valor indómito que “pa’ atrás ni pa’ agarrar impulso”. Ellos tenían a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe en la boca y en el corazón: ¿los tendremos nosotros?

Por aquellos años leí una frase del gran filósofo católico Jean Guitton que me ha seguido rondando y que ahora me viene como colofón de esta reflexión: “La noche oscura no es la duda: es una purificación provocadora por el deslumbramiento de la luz”. Que esa luz —la luz de la fe en Cristo— nos siga deslumbrando… cuando menos una semana más.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de julio de 2025 No. 1566

 


 

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