Por Mónica Muñoz, comunicadora católica |

Yo, como muchas niñas de mi generación,  vivíamos imbuidas en un sueño cada vez que transmitían el “anime” “Candy, Candy”,  que no era otra cosa que una exitosa telenovela japonesa en dibujos animados con grandes dosis de situaciones emocionales que, lamentablemente, ha sido desperdiciada por los productores de las televisoras mexicanas.

Pues bien, la historia relata la vida de una simpática niña rubia y pecosa abandonada de bebé en el “Hogar de Pony”, un orfanatorio atendido por una señorita y una religiosa.  No obstante ser una huérfana, la chica traía en sus genes valores y sentimientos heroicos que nos hacían berrear a las fieles seguidoras de la caricatura cada vez que la pequeña Candy hacía una de las suyas, es decir, actuaba con tal desprendimiento y generosidad que no dábamos crédito a nuestros sentidos de lo que estábamos presenciando, por eso, cuando la protagonista se despide de su amado Terry para que se case con Susana, su rival en amores, quien pierde una pierna por salvar al galán (que, por cierto, qué suertudo era), quedamos perplejas ante semejante sacrificio, por citar el más dramático de toda la trama.

Sin embargo, en nuestra tierna infancia, no alcanzábamos a entender la magnífica enseñanza que dejaba en nuestras almas el tremendo acto de Candy: por amor a sus semejantes, renunciaba a ser feliz.  Rememorando esos años, no puedo evitar sonreír y recordar que la tachábamos de tonta, por decir lo menos, pensando que cualquiera de nosotras hubiera permitido a Susana tirarse del edificio desde donde pretendía suicidarse y cambiar el final por uno más romántico y hollywoodesco.

Pero, ya en serio, ¿habrá gente así en la vida real?  Porque, viéndolo fríamente, es sumamente difícil para el ser humano pensar en renunciar a lo que le causa placer porque es egoísta por instinto de conservación.

Observemos a un niño pequeño: cuando quiere algo no se detiene a pensar si con sus exigencias molestará a alguien, sólo llora para conseguir lo que desea.  Por ende, los padres deben ayudarlo a modelar su carácter y saber esperar con paciencia el momento adecuado en el que serán satisfechas sus necesidades.

Porque, contrario a lo que podrían pensar algunos, la renuncia no significa perder la dignidad ni denigrarse, sino ceder ante algo que puede hacerle bien a otro o incluso a uno mismo.  Quien renuncia, aumenta su capacidad para amar.

Pero regresemos a la primera pregunta: ¿habrá gente así en la vida real?

Por supuesto que sí. Puedo citar  algunos ejemplos bien conocidos por todos: Una fue la Beata Madre Teresa de Calcuta, quien a sus 18 años renunció a su familia y a su patria para ser religiosa en la Congregación de nuestra Señora de Loreto, la cual dejó después para fundar a las Misioneras de la Caridad, dedicadas a trabajar con los más pobres entre los pobres.  Por su labor en la India, recibió el premio Nobel de la Paz, donándolo a los necesitados.  Renunció  incluso a lo que tenía derecho para quedarse sin nada. “Amar hasta que duela”, una de sus frases más conocidas, es el lema que describe perfectamente su modo de vivir.

Uno más, fue el Beato Juan Pablo II, que se dedicó a la defensa de la vida y los pobres, se desgastó visitando los cinco continentes, perdonó al terrorista turco Mehmet Ali Agca que atentó contra él y a pesar del grave deterioro de su salud, cumplió con su deber pastoral hasta el último momento de su existencia.

Otro es el Papa Benedicto XVI, sucesor de Juan Pablo II, quien tuvo que sufrir las comparaciones con su carismático antecesor y que, por amor a Dios y a la Iglesia, renunciara a guiar la Barca de San Pedro por sentirse sin fuerzas para continuar.

Pero también hay ejemplos de personas comunes y corrientes que son una inspiración en el rubro de la renuncia.

Pensemos en aquella madre que habiendo quedado viuda y con muchos hijos, se la pasa trabajando desde que sale el sol hasta que cae la noche para mantenerlos a todos y darles estudios.

O el maestro rural que invierte gran parte de su vida y hasta su salario para que sus alumnos tengan una buena educación.

O el hermano mayor que, ante una pequeña porción de alimento, finge comer para que el hermano pequeño satisfaga su hambre.

O quizá el bombero que arriesga su vida por sofocar un incendio, o el socorrista que atiende heridos en un accidente, o el voluntario de un asilo de ancianos, o el que deja de darse un gusto para aportar ese dinero para ayudar a alguien, en fin.

Todos en algún momento de nuestra existencia tenemos que renunciar a algo. Porque se puede renunciar a lo que daña como el alcohol, las drogas o las malas compañías.  Pero también podemos renunciar a lo bueno y legítimo que redundará en crecimiento espiritual, madurez y generosidad.

Por eso, el creyente entiende las palabras de Jesucristo que dijo a sus discípulos: «El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz, y me siga».

Renunciar a sí mismo parece una locura, sin embargo, es garantía de paz interior, satisfacción y felicidad.  ¿Qué tal si hacemos la prueba?

Por favor, síguenos y comparte: