Por Fernando PASCUAL |

 

Hay quienes juzgan casi a todos. Son jueces para andar por casa: jueces en la familia y en el trabajo, jueces en la peluquería y en el mercado, jueces en el club de amigos y entre viajeros de un tren.

Esos jueces analizan las situaciones y los problemas del mundo cercano o lejano, de la política, de la economía, de las guerras, de los progresos científicos.

Son jueces que acusan a un esposo de infidelidad y a un Estado de corrupción endémica. Que piensan que todas las guerras tienen la misma causa. Que confían en que la ciencia podrá arreglar el mundo.

Son jueces que recogen datos de aquí y de allá para sus síntesis incontestables. Que leen la prensa y la critican desde criterios científicos o la aceptan como si todavía creyesen en su “objetividad”.

Son jueces que también trabajan en el mundo católico. Acusan al Concilio de Trento (unos) o al Concilio Vaticano II (otros) de los males que, según ellos, afligen a toda la Iglesia en nuestros días.

Jueces, jueces y más jueces. Los escuchamos cerca de nosotros: basta con ver cómo algunos dogmatizan sobre tal o cual guerra, sobre un nuevo pacto político o sobre el último escándalo de un futbolista.

Son jueCes implacables, que aplican sentencias condenatorias o absoluciones inapelables a asuntos sumamente complejos, sobre los que un mínimo de prudencia exigiría al menos tomarse tiempo para entender mejor lo que está pasando.

Ante estas sentencias, ayudaría mucho poner en marcha un buen juicio a los jueces. No para incurrir en el error que se desea erradicar: no tiene sentido condenar a los que juzgan si se usa para ello una perspectiva reductiva. Lo que se busca es despertar a muchos ante el peligro de pretender saber lo que no saben realmente.

Con ese sano juicio a los jueces avanzaremos hacia conversaciones vacías de clichés y llenas de sentido común y humildad. Entonces reconoceremos con honestidad que sabemos muy poco de tantos temas, que hay muchas desinformaciones y mentiras que circulan por ahí, y que la realidad va más allá de los prejuicios, aunque tengan una atractiva y engañosa apariencia de verosimilitud.

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