Por Fernando Pascual |

El ideal de la reforma anida en muchos corazones. Queremos reformar las sociedades y las familias, los Estados y los municipios, las fábricas y el campo, las universidades y las escuelas. Queremos, quizá de un modo más íntimo y profundo, reformarnos a nosotros mismos.

Los problemas surgen a la hora de ver qué reformar, cómo hacerlo y hacia dónde. Si las respuestas son equivocadas, si los intereses son mezquinos, si se recurre a la demagogia, si se emplean medios contrarios a la ética, tenemos malos reformadores. Al revés, si hay buenas propuestas, intereses nobles, franqueza y respeto, medios honestos, tenemos reformadores buenos.

Lo anterior vale también para la vida de la Iglesia católica. A lo largo de los siglos, hombres y mujeres han levantado la bandera de la reforma. En ocasiones, ante un panorama desolador de pecados, corrupciones, simonía y una larga lista de desenfrenos en las familias, en las sociedades, y también entre algunos obispos, sacerdotes y religiosos. En otras ocasiones, quizá sin reconocer la existencia de grandes males, pero con un deseo más o menos claro de avanzar hacia mejoras (siempre podemos progresar en todo, también en la santidad).

Pero un reformador empieza a provocar daños, a destruir sin sentido, a criticar maliciosamente, cuando deja de tener presente los criterios éticos fundamentales y se lanza a un activismo casi diabólico por lograr sus objetivos a cualquier precio.

También el reformador es malo si busca conquistar metas equivocadas, si pierde el sentido de lo esencial, si no sabe abrirse a los consejos de personas buenas y prudentes, si avanza hacia ideales totalitarios como los que ensangrentaron tantos rincones del planeta durante el siglo XX.

En cambio, estamos ante un reformador bueno (y un buen reformador) cuando hay claridad de objetivos, cuando éstos son sanos y justos, cuando los medios escogidos son correctos. Sobre todo, un buen reformador se caracteriza por su elevación moral, por la ejemplaridad de su vida, por aunar prudencia y moderación, por saber acoger, escuchar y convencer más con el propio testimonio que con las palabras.

Por eso sigue siendo actual (lo ha sido siempre) la idea que Benedicto XVI repitió en varias ocasiones: los verdaderos reformadores son los santos.

En un mundo convulsionado, inquieto, lleno de contradicciones, hacen falta muchos y buenos reformadores. Es decir, hacen falta muchos hombres y mujeres que den el paso maravilloso de abrirse a Dios, que acojan el mensaje de Jesucristo, que reflexionen en la oración sus propuestas, y que sepan encarnarlas y proponerlas a quienes anhelan encontrar guías santos que les enseñen el camino hacia una vida plena, en el tiempo y en la eternidad.

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